Había un hombre que decía que no tenía tiempo para
orar. Y cuando los domingos las campanas repicaban con estrépito convocando a
los fieles, su esposa en vano le llamaba a ir a misa.
—Ve tú, mujer, a la iglesia en mi nombre y reza
también por mí —le contestaba volviéndose hacia la pared para seguir
durmiendo.
La pobre mujer, por más que se esforzaba, no lograba
que fuese a la iglesia su marido. Así, pues, tenía que ir ella sola y rezar por
los dos.
¡Cuál fue su sorpresa cuando un domingo su esposo la
acompañó sin que ella tuviera que llamarle siquiera! Y veía desde entonces no
omitía ninguna sola vez el precepto de cumplir con Dios. ¡Ni aun lo habría
dejado por más que le hubiesen ofrecido todos los tesoros del mundo!
—¿Qué le habrá sucedido a mi marido; qué tendrá?
—pensaba la buena mujer.
Hasta que un día le contó su esposo el sueño que había
tenido cierta noche:
—Los dos fallecimos y tocamos a la puerta del cielo
—dijo él—. Sale San Pedro. Te mira y con gran amabilidad te dice: "Puedes
entrar, hija mía, puedes entrar. Entra, sin embargo, tú sola. Hazlo también en
nombre de tu esposo..."
Desde entonces, aquel hombre tuvo siempre tiempo para
rezar.
