Cierto avaro, molestado una vez por la súplica de unos indigentes que imploraban limosna, calificó de ratones a los pobres. Dios, en castigo, permitió que los ratones le devorasen.
(A Lápide)
Un soldado de Polonia ya había participado
en muchas batallas, en las que sufrió numerosas heridas. Determinó por fin
volver a su país natal, al seno de su familia. La había abandonado cuando
era niño. Desde entonces no ha oído nada de sus familiares. Así que reunió
todas sus economías y se puso en marcha.
Cuando llegó a la aldea donde vivían sus
padres, se encontró con una joven en el camino. La preguntó:
—¿Conoce usted la vecina aldea?
—Sí —contestó ella—, soy de allí y
hace solamente un año que me he retirado a servir en el castillo que está
a la vista.
—¿Podría entonces decirme si todavía viven
Pedro N. y su mujer?
—Sí, son los dueños de la posada.
—¿Está buena su salud?
—Sin novedad.
—¿Está usted segura?
—¿Quién podrá saberlo mejor que yo que soy
su hija?
A estas palabras, deja caer su saco
de viaje y estrecha en sus brazos a la joven que lo cree loco.
—Mi hermana, mi querida hermana —exclama
lleno de contento.
Entonces todo se explica. La joven nació
en la ausencia de este hermano. Lo creía ya muerto. Se alegró sinceramente de
la alegría que su vuelta inesperada iba a causar en la familia.
—Por desgracia —le dijo ella—, yo no
puedo ir esta tarde a casa de mis padres. Es que mis patrones me esperan. Pero
mañana tan temprano como pueda estaré en casa.
El soldado con paso alegre siguió su
camino. Mil proyectos de felicidad agitaban su mente...
Bien pronto llegó a las puertas de la posada
de que eran dueños sus padres. Pero queriendo hacer participante a su hermana
de la emoción que ellos tuviesen, no dijo quién era. Se presentó como un simple
viajero. Mandó preparar una buena cena e invitó a los dueños de casa a tomar
parte en ella. Llegó la hora de acostarse. El soldado encomendó la guarda de su
saco a los mismos dueños y se fue a descansar a la habitación que le estaba
preparada.
—El saco es pesado. Parece contener mucha
plata —dijo el posadero.
Su mujer lo tomó con ambas manos y pensó
que estaba lleno.
—Hay aquí una fortuna para nuestra vejez
—dijo lanzando un suspiro.
Y maquinalmente desligó las correas del
saco. La bolsa se abrió y corrieron, sobre una vieja mesa, hermosas monedas de
oro. A vista del oro, les hirvió la sangre, se agitó en sus venas el fuego de
la codicia y bastaron unas pocas palabras para entenderse...
Entraron con gran cautela y silencio en la
alcoba del viajero que apaciblemente dormía. Y después de asesinarlo
emplearon el resto de la noche en hacer desaparecer todo rastro del
crimen.
Al día siguiente el sol se levantó hermoso
y radiante... Golpearon a la puerta... Temblaron los los culpables...
—¡Soy yo! —gritó una voz casi infantil y
gozosa.
La joven entró diciendo "¿dónde
está?". Y pasó su vista alegre por la posada. El padre y la madre se miraron
con asombro y temor.
—¿Dónde está? —repitió la joven.
—¿De quién hablas? —le respondieron
entonces con visible espanto.
—Vaya, de mi hermano! —contestó.
—¿Estás loca? —replicaron.
La muchacha contó sobre su conversación y
sorpresa de la noche anterior. Y aquellas almas, ciegas por la avaricia, ¡todo
lo comprendieron! Se estremecieron de horror, de desesperación, de odio contra
sí mismos. ¡Eran asesinos de su propio hijo!
La conciencia parecía que quisiera
arrancarles el corazón. Proclamaron su crimen y se apresuraron a hacerse a sí
mismos justicia. El padre se colgó en un bosque vecino. La madre se arrojó en
un pozo de la casa. La hija, sumida en el dolor y confusa de vergüenza, se
retiró anegada en lágrimas. Pocos días después fue encontrado su cadáver en las
represas de un molino.
Así la avaricia, en una sola noche, hizo una matanza y concluyó con una familia.
Cfr. Camilo Ortúzar, Catecismo en ejemplos. El Credo y la Oración, 2° edición, París 1888, págs. 224-226.