Esta visión se refiere a un monje que no observa la regla del monasterio. Es una historia para uso interno, pero que puede ser edificante para todos. Este monje, buen artesano, hábil en el trabajo de los metales, prefiere quedarse en su forja en vez de acudir a los oficios. Cae enfermo y tiene una visión del infierno abierto ante él: ve a Satanás completamente al fondo y con él a Caifás y a quienes condenaron a Cristo. Cerca de ellos se ha preparado un lugar para él. Ya es demasiado tarde para arrepentirse.
Conocí yo mismo a un hermano al que ojalá no hubiera conocido. Su nombre incluso podría decir si sirviera de algo. Estaba él en un noble monasterio, pero vivía de manera indigna. Y cierto es que frecuentemente sus hermanos lo amonestaban y los superiores del lugar lo advertían fuertemente. Todos lo exhortaban a que se convirtiera a una vida más pura. Pero él no quería escucharlos. Ellos lo soportaban generosamente. Necesitaban de los servicios que este religioso relajado prestaba exteriormente, pues era un artesano de singular habilidad. Pero el caso es que estaba muy entregado a la bebida y a las demás seducciones de la vida relajada. Se quedaba día y noche en su taller, sin acudir mucho a cantar y a orar en la iglesia y a escuchar con sus hermanos la Palabra de la vida.
Por ello le ocurrió lo que algunos suelen decir: que el que no quiere entrar por propia voluntad y humildemente por la puerta de la Iglesia, necesariamente ha de ser metido, no por propia voluntad, sino condenado, por la puerta del infierno.
En efecto, lo aquejó la enfermedad. Estando en las últimas, llamó a los hermanos. Estaba muy abatido y como quien ya está condenado. Empezó a contarles que veía los infiernos abiertos. Estaba ahí Satanás hundido en las profundidades del tártaro. Junto al príncipe de la tinieblas veía a Caifás, con los demás que mataron al Señor, entregados a las llamas vengadoras.
«Y al lado de Caifás –dijo–, ¡ay de mí!, veo que me está preparado un lugar de eterna perdición».
Al oír esto, los hermanos empezaron a exhortarlo con toda diligencia. Le pedían que al menos entonces, mientras aún estaba en su cuerpo, hiciera penitencia. Él les respondía desesperado:
«Ahora ya no tengo tiempo de cambiar de vida, puesto que he visto que mi juicio ya está concluido».
Tras decir esto, y sin el viático de la salvación, murió. Enterraron su cuerpo en el lugar más remoto del monasterio. Nadie se atrevía a decir misas, ni a cantar salmos, ni siquiera a rezar por él.
¡Oh, con qué gran distancia separó Dios la luz de las tinieblas! El bienaventurado protomártir Esteban iba a padecer la muerte por la verdad. Entonces vio los cielos abiertos, vio la gloria de Dios y a Jesús en pie a su derecha. Para sucumbir con más alegría, antes de su muerte puso los ojos de su espíritu en el lugar en que iba a estar tras su martirio.
En cambio, este artesano de alma y obras tenebrosas, al llegar la muerte, vio el tártaro abierto. Ahí vio la condenación del diablo y de sus secuaces. Vio, el desgraciado, incluso su propia prisión en medio de ellos. Así perecía de manera más miserable, desesperando de su salvación. Pero esto ocurrió también por otra razón todavía. He aquí el desgraciado monje dejaba una enseñanza a los vivos que llegaran a conocimiento de todo esto. Ojalá ellos con la perdición del monje infiel tuvieran un motivo más para perseverar en el bien hasta alcanzar la bienaventuranza eterna.
Esto ocurrió recientemente en la provincia de Bernicia. Y al difundirse a lo largo y a lo ancho, movió a muchos a hacer, y no retrasar, la penitencia de sus pecados.
Ojalá conviértanse también otros pecadores por la lectura de nuestro relato.