Hay una anécdota sobre Julio César muy instructiva. A saber, le dijeron unos amigos suyos que se guardara de ciertos hombres muy ricos y principales de Roma. Entonces respondió César que no temía a este linaje de hombres gordos, colorados y bien tratados. Más bien temía a otros que había entonces: amarillos y flacos. Y eran Bruto y Casio así. Y no se engañó en esta sospecha, porque al fin éstos le quitaron la vida. 

(núm. 602)



Bajaba por el tronco de un árbol una dorada luciérnaga irradiando sus resplandores entre las sombras de la noche. Al pie del tronco la contemplaban tres caracoles y un sapo. Los caracoles, al verla tan brillante, empezaron a gritar entusiasmados:

 

 

—¡Viva nuestra amiga! ¡Viva la luz que alegra la noche! Tú mereces ser la reina de los animales, porque alumbras con tu luz a cuantos nos extraviamos en nuestros paseos nocturnos. ¡Viva la fulgente luciérnaga!

 

 

El sapo, al escuchar tantas alabanzas, se sintió mortificado. Y, recogiendo en su inmunda boca todo el veneno de sus entrañas, lo arrojó irritado sobre el inofensivo gusanillo. Éste exclamó mientras expiraba:

 

 

—¿Qué te he hecho yo para que me escupas y me mates?

 

 

No contestó el infame sapo. Pero contestaron en su lugar los caracoles:

 

 

—Perdónale, perdónale, querida hermana. Si no tuvieras tanta luz, no te hubiera escupido.




Cfr. Mauricio Rufino, Vademécum de ejemplos predicables, Editorial Herder, Barcelona 1962, N° 603.