Hay una anécdota
sobre Julio César muy instructiva. A saber, le dijeron unos amigos suyos que se
guardara de ciertos hombres muy ricos y principales de Roma. Entonces respondió
César que no temía a este linaje de hombres gordos, colorados y bien tratados.
Más bien temía a otros que había entonces: amarillos y flacos. Y eran Bruto y
Casio así. Y no se engañó en esta sospecha, porque al fin éstos le quitaron la
vida.
Bajaba por el
tronco de un árbol una dorada luciérnaga irradiando sus resplandores entre las
sombras de la noche. Al pie del tronco la contemplaban tres caracoles y un
sapo. Los caracoles, al verla tan brillante, empezaron a gritar entusiasmados:
—¡Viva nuestra
amiga! ¡Viva la luz que alegra la noche! Tú mereces ser la reina de los
animales, porque alumbras con tu luz a cuantos nos extraviamos en nuestros
paseos nocturnos. ¡Viva la fulgente luciérnaga!
El sapo, al
escuchar tantas alabanzas, se sintió mortificado. Y, recogiendo en su inmunda
boca todo el veneno de sus entrañas, lo arrojó irritado sobre el inofensivo
gusanillo. Éste exclamó mientras expiraba:
—¿Qué te he hecho
yo para que me escupas y me mates?
No contestó el
infame sapo. Pero contestaron en su lugar los caracoles:
—Perdónale,
perdónale, querida hermana. Si no tuvieras tanta luz, no te hubiera escupido.