La historia de un hombre avaro

Los pecados capitales son siete relativos a siete principales pasiones del corazón humano: la soberbia, la avaricia, la envidia, la lujuria, la gula, la ira y la pereza. —Se llaman capitales, no porque sean siempre mortales, sino porque cada pecado capital es origen de otros muchos pecados (...) La avaricia es un amor desordenado al dinero y a los bienes de la tierra. —Buscar la fortuna para un buen fin, subordinada a los deberes y a la salvación, es cosa honesta; buscarla de otro modo, es avaricia. —Este vicio nos aparta de Dios, porque no podemos servir a dos señores, Dios y el dinero. —Produce negligencia en las cosas del espíritu, nos hace duros con los pobres, injustos, querellosos, engañadores, y esto sin hablar de los cuidados, impaciencias y murmuraciones contra la Providencia.

F. X. Schouppe, Curso abreviado de religión..., IV, § 1, 20. 22.

Para el último dibujo, un buen texto alternativo sería:  Ilustración de un hombre besando un billete de cien dólares, encadenado por el diablo que representa la avaricia.

¿Qué son los vicios capitales?

Los vicios capitales son siete pasiones principales del corazón humano: la soberbia, la avaricia, la envidia, la lujuria, la gula, la ira y la pereza. Se les llama "capitales" no porque sean siempre mortales, sino porque cada uno es la fuente de muchos otros pecados.

La avaricia es un deseo desordenado de dinero y bienes materiales. Es bueno y honesto buscar la prosperidad con un buen propósito, siempre y cuando no se convierta en una obsesión que nos aleje de la salvación. La avaricia nos aleja de Dios, porque, como se dice, "no podemos servir a dos señores". Este vicio nos vuelve negligentes en las cosas espirituales, nos endurece con los pobres, nos hace injustos, mentirosos y quejumbrosos con la Providencia.

La historia de un hombre avaro

Cuentan una historia muy interesante sobre un avaro que solo pensaba en cómo aumentar su fortuna. Vivía con el miedo constante de que alguien le robara su tesoro. Por eso, cavó una cueva secreta debajo de su casa, con una puerta de hierro y un ingenioso sistema de cierre: si alguien entraba, la puerta se cerraba automáticamente. Todo estaba tan bien disimulado que nadie, ni siquiera su familia, sospechaba de su existencia.

Allí, el hombre guardaba todo su dinero, joyas y tesoros. Pasaba horas enteras mirando sus monedas de oro y otras riquezas, las besaba y lloraba de felicidad.

Un final trágico

Un día, entró en su cueva con una gran suma de dinero, pero se olvidó de la llave y la dejó puesta por fuera. Después de disfrutar un rato de su tesoro, quiso salir, pero no pudo abrir la puerta. ¡Se dio cuenta de que estaba atrapado! Afuera, su familia pensó escuchar ruidos y golpes, pero nunca se imaginaron que provenían de debajo de la casa.

Pasaron los días y el hombre no aparecía. Su familia, muy preocupada, lo buscó por todas partes. Se preguntaban si habría sido víctima de un robo o de alguna desgracia. Fue entonces cuando un cerrajero recordó que el avaro le había pedido, hacía años, una puerta de hierro con un sistema de cierre especial. Indicó el lugar exacto y, cuando la encontraron y la abrieron, descubrieron el cadáver del avaro, ya en descomposición. Encontraron también su inmensa fortuna, la verdadera causa de su miserable muerte.

Allí, el hombre avaro halló su final, junto a su amado "becerro de oro" al que tanto adoraba.

Fuente: St. John Baptist de la Salle, A New Treatise on the Duties of a Christian towards God, Montreal 1869, págs. 213-214.