Conservad asimismo para los siglos futuros, conservad religiosamente como un patrimonio y un documento inviolable, como una grande reliquia histórica los venerables lugares que la Virgen honró diez y ocho veces con su mirada, y nunca consintáis que se borre y falsifique esta visible página de su divina historia. Vosotros sois para el género humano los depositarios del don de Dios... 
(Enrique Lasserre, Los episodios milagrosos..., p. 9) 


La interesante relación que sigue no fue enviada a Lourdes hasta cerca de dos años y medio después del suceso; y el redactor de los Anuales, sin duda para tener tiempo de tomar a su gusto los informes necesarios, no la publicó hasta pasados otros seis meses, es decir, en Mayo de 1872. Como se verá luego, este hermoso milagro de Nuestra Señora de Lourdes es todo cuanto hay de admirable, de auténtico y de perentorio; y, como hace observar el excelente médico que lo refrenda, puede «desafiar al doctor más instruido, de más valer y más experimentado.» 

Lormes, 18 de Noviembre de 1871 
Mi reverendo Padre: 

El Espíritu Santo nos dice que es honroso, dulce y bueno manifestar las obras de Dios. Los Anuales de Nuestra Señora de Lourdes nos dan de ello pruebas numerosas y muy interesantes, lo también, que he sido objeto de uno de estos señalados favores del cielo, había resuelto desde el principio pagar mi deuda de reconocimiento enviando a usted la narración de mi curación milagrosa. Varias causas me lo han impedido; pero al fin aquí estoy, y puede usted hacer de estas lineas el uso que quiera, que en cuanto a mi grito de amor y de gratitud está lanzado, y aunque tardío, espero subirá hasta el trono de nuestra buena Madre. 

Soy de naturaleza endeble, de complexión delicada; sin embargo, aparte de algunos dolores en la espalda pasajeros, sentidos en diferentes ocasiones, he llegado a los treinta años sin enfermedad. En 1866, después de varias semanas de un malestar que no podía explicarme, fui atacada de una fiebre lenta; mi respiración se hizo difícil; mis piernas no podían llevarme, ni hacer ningún movimiento sin dolores, y tuve necesidad de guardar cama. Hice llamar entonces al doctor Edmi Gaguiard, de Avallón (tan buen cristiano como buen médico, y a la vez excelente cirujano), quien previo un examen serio dijo era «una protuberancia en el extremo de los huesos de seis o siete vértebras dorsales;» o en términos más claros, reconoció una afección de la columna vertebral de las más graves, que estos señores llaman enfermedad de Pat. 

Me ordenó un régimen severo y me prescribió las aguas de Salies, a las cuales me dirigí poco tiempo después, pero sin gran resultado. Volví allí, sin embargo, dos años seguidos, y no adelanté gran cosa. Fui a respirar el aire del mar que me habían aconsejado como fortificante. Me dejé conducir a París, en donde fui visitada por los padres de la ciencia Nelatón, Piorry y Rouvier, los cuales estaban contestes en reconocer la gravedad de mi estado; y me prescribieron de nuevo, con el corsé de muletas, moxas, unciones yoduradas, cauterios. Durante tres años largos sufrí estos tormentos; y al fin, mi pobre espalda estaba tan quemada, que ya no podía sufrir estos tratamientos demasiado enérgicos, a pesar de mi buena voluntad. 

Y sin embargo, la debilidad y flaqueza aumentaban; el apetito había totalmente desaparecido: me fue preciso guardar casi siempre la postura horizontal; todo trabajo y ocupación me fue imposible: experimentaba en los brazos, dedos y piernas, tan pronto punzadas agudas, tan pronto comezones fatigosas acompañadas de frío: mi cabeza se puso pesada y dolorida; mi memoria me faltaba a veces; y luego me vinieron náuseas, crisis nerviosas, lágrimas y gritos involuntarios, síncopes, etc. ¡Oh! me puse tan mala, que en presencia de estos síntomas alarmantes mi pobre doctor desesperó de salvarme. 

Yo misma veía bien que los remedios humanos eran impotentes, inútiles. No había sentido más que un pequeño alivio durante este último año después de una novena a Nuestra Señora de Lourdes, de donde deduje que sólo por Ella podía ser curada; y, llena de fe en su poder y de confianza en su bondad, resolví ir a pedirle mi curación en el teatro mismo de sus triunfantes misericordias, delante de la Gruta misteriosa de su aparición. 

Era asunto ímprobo [intenso, realizado con enorme aplicación] para mí, pues no podía dar un paso sino apoyada en el brazo de una persona de un lado, y del otro sobre un bastón, y se trataba de un viaje de más de mil kilómetros, y tenía que andar ochenta en coche para dirigirme de Lormes a Nevers, en donde debía tomar el ferrocarril... No importa; la mano bondadosa de María me atraía, y su dulce voz me llamaba, y me puse en camino el lunes 12 de Julio de 1869 acompañada de los buenos deseos de mis vecinos y amigos, que no pensaban volverme a ver viva. Verdaderamente fue dura esta primera jornada... En el camino tuve que permanecer tres horas tendida sobre un lecho de posada, enervada y jadeante... Los otros fueron menos penosos, y bajamos en Toulouse a eso de las cinco de la tarde del jueves siguiente. 

El viernes fuimos a encomendarnos a Santa Germana, suplicándola intercediera por mí a la Santísima Virgen. El domingo volvíamos a Pibrac para comulgar en una Misa que debía decirse por mi intención en la capilla de la Santa, y ese fue para mí un día de deliciosas emociones. 

Mi esperanza se aumentó más, y al día siguiente me sentí mucho más fuerte para hacer el trayecto de Toulouse a Lourdes, a donde por fin llegamos el lunes 19 de Julio por la noche. 

Al día siguiente me dirigí en coche a la santa capilla, en donde oí la Misa, y de donde volví sin mucha fatiga. El miércoles, después de la Santa Comunión, bajé con grandes precauciones a la piscina, testigo ya de tantos prodigios; y apenas había tocado el fondo de ella cuando sola y con gran admiración de mi excelente tía que no me abandonaba, sin esfuerzos ni conmociones, sin poder explicarme lo que pasó en mí, me encontré fuera del agua. Estaba curada sin haber sentido la incomodidad que causa el frío glacial, que no puede comprender bien sino el que la ha experimentado. 

Sin embargo, al arrodillarme delante de la reja de la Gruta para dar gracias noté un cierto malestar en los riñones. Eran las últimas despedidas de mi enfermedad, que pronto desaparecieron dejándome sin temblores ni debilidad, comiendo con apetito, andando libremente y con facilidad, aunque con alguna precaución. Los días siguientes oí la Misa en acción de gracias, y el lunes 26 emprendimos otra vez con alegría y reconocimiento el camino de Lormes, en donde admiré a todos los que me veían andar tan fácilmente. 

Mi buen viejo doctor, llamado y recibido por mí en el umbral de la casa, no podía creer lo que sus ojos veían; pero después de comprobar mi perfecta curación, me dijo con torno firme y resuelto: 

«Cuando una enfermedad tan peligrosa como la de usted, complicada con una complexión débil, ha resistido a los cuidados más asiduos y a los esfuerzos de los maestros de la ciencia; cuando se va agravando cada vez más y cuando la caquexia se manifiesta, y en un día, súbitamente, y por la simple inmersión durante un segundo en agua fría desaparece enteramente, preciso es decir con Ambrosio Paré: Dios la ha curado; y yo debo añadir: es un milagro.» 

Dos años han transcurrido después de este bendito día, sin sentir rastro de mi antigua enfermedad: no soy de complexión robusta, y mi naturaleza ha continuado la misma; pero la gibosidad ha desaparecido con todo mi mal; puedo andar, subir y bajar escaleras, subir al monte, sobre cuya cima está situada nuestra iglesia, abajarme y levantarme sin sufrimiento, lo cual no he podido hacer durante los tres años que esta terrible afección ha durado. 

¡Gloria, pues, a Nuestro Señor, siempre bueno y misericordioso! ¡Alabanzas a Santa Germana, que se ha dignado interceder por mí en favor de mi petición! Pero sobre todo ¡gracias, bendición y amor a Nuestra Señora de Lourdes, que me ha curado! Sus beneficios, así como los de su Divino Hijo, son permanentes, y Ella se dignará continuar sosteniéndome en las penas de cuerpo y de alma que pueden sobrevenirme, porque quiero amarla y bendecirla hasta el fin. 
Leonia Chartrón 

Este milagro hizo naturalmente mucho ruido en todos los países circunvecinos. Se escribió sobre el particular al Dr. Gagniard, que había asistido a la enferma, y la Revue de l’Ione publicó en seguida la respuesta formal de este sabio Doctor, llena de reflexiones concienzudas y bien escritas. Estas reflexiones son por desgracia de una aplicación muy frecuente en los tiempos que corren. Dicen así: 

«Señora: 

He tardado en contestar a usted porque un pobre médico tan ocupado como yo tiene pocos momentos disponibles. Es cierto que la señorita L. Chartrón ha sido curada milagrosamente en Lourdes. 

Si usted me conociera, señora, sabría que no soy inclinado de ninguna manera a ver y buscar milagros ni atentar a Dios pidiéndoselos por todas partes. No debe uno pedirlos a cada momento. El fíat voluntas tua [que se haga tu voluntad] es para el cristiano lo más perfecto. 

Un milagro más o menos, decía una buena vieja, no supone, mucho, puesto que hay más de los necesarios para tener la dicha de creer en Dios. 

Pero volvamos a nuestro milagro. La señorita Chartrón perdió a sus padres y a otros parientes de la tisis, y yo la he asistido largo tiempo (cosa de cinco o seis años) con motivo de una afección grave de la columna vertebral, a consecuencia de la cual la parte saliente de los huesos espinosos dorsales se le desvió considerablemente por el reblandecimiento y flaqueza de su cuerpo, que le produjo además supuración purulenta. Todo lo cual fue reconocido por los doctores Nelatón, Piorry y Rouvier; a que se añadía que el apetito era nulo, la flaqueza completa, la fiebre continua, el insomnio constante y la muerte por tanto inminente. 

La señorita Chartrón hace el viaje sostenida, o mejor dicho, llevada en peso por dos personas, acompañada de un tío, venerable sacerdote, que acaba de morir en Lormes en olor de santidad. La colocan como pudieron en un coche, y luego en un vagón-cama del ferrocarril. En Lourdes la llevan a la piscina; entra, y sale curada, andando sin que nadie la sostenga, yendo y viniendo, ágil, alegre y feliz, alabando a Dios, por supuesto. 

Su salud ha sido después excelente. Todavía ayer me estuve paseando con ella más de media hora en su jardín con su hermano y su cuñada, y yo estaba más cansado que ella. 

Venga ahora un médico instruido, cualquiera que sea, y explique una curación semejante. He desafiado al efecto a muchos de mis colegas, de los cuales unos, como Ambrosio Paré, creen que Dios sana, y como Pascal, que es preciso tener poca razón para no saber que hay una infinidad de cosas que nuestra razón no alcanza, y éstos se someten. Los otros, atribuyéndose gran talento, hinchan el buche de su vanidad delante de los simples, y tratando a sus compañeros de imbéciles: "Esas son imaginaciones", dicen, y dando medía vuelta a la izquierda asunto concluido. 

¡Pobres hombres, incapaces de llegar a los zancos de los Récamier, Laёnnec, Gruveiller, Dupuytren, y toda esa fuerte generación médica de 1830, tanto más religiosa cuanto más sabia! 

Dispense, señora, la extensión de mi carta, que tiene por causa la indignación casi invencible contra estos espíritus fuertes que, con su incapacidad y sus doctrinas, acabarán por trastornar a nuestra pobre Francia y hacerla desaparecer de entre las naciones. 

La historia, créalo usted, llamará a nuestro tiempo el de los necios. 

Sírvase usted aceptar, etc. 
E. Gagniard, padre. 
Doctor médico.» 

Habiendo escrito otra señora a Mr. Gagniard para saber si esta carta era realmente suya, ha contestado: 

Avallón, 15 de Diciembre de 1872 
«Señora: 

La curación súbita, instantánea de la señorita L. Chartrón en Lourdes es ciertamente milagrosa y no hay nada más auténtico. 

Tengo además el honor de asegurar a usted que la carta insertada en los periódicos con tal motivo es mía. En este momento comunico documentos curiosos sobre este milagro a uno de mis colegas, que hablará de él en in pequeño trabajo que está preparando, y que usted leerá con gusto, porque el verdadero cristiano repasa con ardor las pruebas de su fe, que son títulos de su grandeza. 

Mientras tanto, puede usted desafiar al médico más asumido, más reputado y más experimentado a que explique la curación de la enfermedad de la señorita Chartrón (enfermedad que llegó al último período de parálisis, de fiebre y de marasmo, con supuración de las vértebras) en algunos segundos con la medicación que quiera, y que cite un solo ejemplo semejante sacado de la ciencia médica. 

Sírvase usted a ceptar, etc. 
E. Gagniard, padre, 
Doctor médico.» 

Louis Gaston de Ségur, Ciento cincuenta milagros admirables de Nuestra Señora de Lourdes, coleccionados según los documentos más auténticos, Versión española de la segunda edición francesa, Barcelona 1893, Tomo 1, pág. 35-43.