La apuesta que le cambió la vida a un militar
Pues hay gente por la calle que se cree que con negar el infierno ya puede vivir tranquila. Son idiotas. Menudo chasco se van a llevar en la muerte.
padre Jorge Loring
En 1837, dos jóvenes militares recién salidos del colegio entraron a la Iglesia de la Asunción. Mientras miraban los cuadros, uno vio a un cura rezando cerca de un confesionario.
—Mira a ese cura —dijo su compañero—, parece que está esperando a alguien.
—Sí, tal vez a ti —respondió el otro, riéndose.
—¿A mí? ¿Para qué? ¿Para que me confiese? ¿Qué te apuestas? Lo haré.
—¿Tú ir a confesarte? ¡Ni a palos!
Ambos se rieron y se encogieron de hombros.
—¿Aceptas la apuesta? —dijo el joven oficial—. Apostemos una buena cena con una botella de champaña.
—¡Va la cena y la botella! Te desafío a que te metas en ese cajón.
Apenas había terminado de hablar cuando el otro se acercó al cura, le susurró algo al oído y el sacerdote se levantó y entró al confesionario. Con una mirada de triunfo hacia su amigo, el "penitente" se arrodilló para hacer como si se estuviera confesando.
Su amigo se sentó a esperar. Pasaron cinco, diez, y hasta quince minutos. "¿Qué estará haciendo?", se preguntó, cada vez más impaciente. "¿Qué tanto puede estar diciendo?".
La confesión inesperada
Finalmente, el confesionario se abrió. El sacerdote salió con un semblante serio pero calmado y, después de saludar al militar, se fue a la sacristía. El oficial también salió, con la cara roja, estirándose el bigote con aire aturdido, y le hizo señas a su amigo para que salieran de la iglesia.
—¿Qué te pasó? ¿Sabes que estuviste casi media hora con el cura? La verdad, por un momento creí que te estabas confesando de verdad. Ganaste la apuesta. ¿Vamos a la cena esta noche?
—No —respondió el otro de mala gana—, hoy no. Otro día. Tengo cosas que hacer.
Le estrechó la mano a su amigo y se fue bruscamente, con el ceño fruncido.
La condena al futuro
¿Qué había pasado entre el militar y el sacerdote? Esto fue lo que sucedió:
Apenas abrió la ventanilla, el cura se dio cuenta por la actitud del joven que se trataba de una broma. El militar incluso tuvo la osadía de terminar diciendo: "La religión, la confesión… ¡me importan un comino!".
El sacerdote, que era un hombre de corazón, lo interrumpió con amabilidad.
—Mire, mi querido caballero. Entiendo que esto es una broma. Dejemos la confesión a un lado y si le parece, charlemos un rato. Yo aprecio mucho a los militares, y usted me parece un joven bueno y amable. ¿Qué grado tiene?
El oficial, que ya se sentía tonto por lo que había hecho, respondió:
—Solo soy subteniente. Acabo de salir de la academia militar.
—¿Subteniente? ¿Y seguirá siéndolo por muchos años? —preguntó el cura.
—No sé, tal vez dos, tres o cinco años.
—¿Y después?
—Pasaré a teniente.
—Hmm… ¿Y después?
—Después seré capitán. Uno es capitán por mucho tiempo. Más tarde se asciende a comandante, y luego a teniente coronel, y a coronel.
—¿Y después de eso? —replicó el sacerdote.
—Bueno, después seguiría ascendiendo hasta llegar a tener un puesto muy alto, tal vez mariscal. Pero no soy tan ambicioso, padre.
—Algún día se casará, será capitán, y quién sabe si mariscal... ¿Y después, caballero?
—¿Cómo que después? Pues, la verdad, no sé qué va a pasar después.
—¿No sabe lo que le va a pasar después? —dijo el sacerdote—. Bueno, yo sí sé y voy a decírselo. Después, caballero, usted morirá. Después de su muerte se presentará ante Dios y será juzgado. Y si sigue actuando así, será condenado. Irá al fuego eterno del infierno. Eso es lo que le va a pasar después.
El "Pero me río"
El joven, sintiéndose incómodo por el sermón, hizo un gesto como si se fuera a levantar.
—Un momento, caballero —lo detuvo el sacerdote—. Todavía tengo que decirle unas palabras. Usted es un hombre de honor y yo también. Me faltó el respeto de una manera muy grave, y por eso me debe una reparación. Se la pido y la exijo en nombre del honor. Va a darme su palabra de que durante ocho días, antes de acostarse, se arrodillará y dirá en voz alta:
"Un día moriré, pero me río; después de mi muerte seré juzgado, pero me río; después de ser juzgado seré condenado, pero me río; iré al fuego eterno del infierno, pero me río".
—Nada más que esto. ¿Me da su palabra de honor de que no faltará ni un solo día?
Cada vez más cansado de la situación y queriendo salir de allí, el subteniente lo prometió todo. El cura lo despidió con amabilidad, y añadió:
—No hace falta que le diga que lo perdono de todo corazón. Si algún día puedo servirle en algo, me encontrará aquí mismo. Pero no olvide la promesa que hizo.
La transformación
Así fue como los dos jóvenes se despidieron.
El oficial comió solo y pensativo, visiblemente inquieto.
Esa noche, al momento de acostarse, dudó un poco, pero había dado su palabra. Entonces se arrodilló y repitió las frases que le había dicho el sacerdote, pero fue incapaz de decir la parte del "pero me río".
Así pasaron los días. Las palabras de su "penitencia" le resonaban en la cabeza. Creía escuchar el crepitar de las llamas eternas que consumen a los condenados y sus gritos desesperados.
No había pasado ni la semana cuando regresó a la iglesia, pero esta vez solo, sin su amigo. Se confesó de verdad. Salió con la cara bañada en lágrimas y una inmensa alegría en el corazón.
Se dice que después de ese día, se convirtió en un digno y devoto cristiano.
Versión del texto más antigua de "Burla de la Confesión"
Fue el año del Señor 1837.
Dos jóvenes recién salidos del colegio militar, entraron en la iglesia de la Asunción; miraban los cuadros. Cerca de un confesionario, vio uno de ellos a un sacerdote que oraba ante el Santísimo Sacramento.
—Mira a ese cura —dijo su camarada—, parece que está esperando a alguien.
—Sí, tal vez a ti —respondió el otro riendo.
—¿A mí, y para qué? ¿Para confesarme? Pues bien, ¿qué quieres apostar? Voy a hacerlo.
—¿Tú ir a confesarte? Vamos…
Se echaron a reír, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres apostar? —respondió el joven oficial—, apostemos una buena comida con una botella de champagne.
—Va a la comida y la botella! Te desafío que no eres capaz de meterte en la caja.
Apenas éste había concluido, el otro estaba yendo a encontrar al joven sacerdote. Le habló una palabra al oído y éste levantándose entró en el confesionario. Mientras que el improvisado penitente echó sobre su camarada una mirada de triunfo, y se arrodilló como para confesarse.
El compañero se sentó para ver lo que iba a pasar. Aguardó cinco minutos, diez, un cuarto de hora. —¿Qué es lo que está haciendo? —se preguntaba con curiosidad, algo impaciente—. ¿Qué es lo que puede decir durante tanto tiempo?...
Por fin, se abrió el confesionario. Salió el sacerdote, con animado y grave continente, y después de saludar al joven militar, entró en la sacristía. Había salido también el oficial, colorado como un gallo, estirándose el bigote con aire aturdido, e hizo a su amigo señas de que lo siguiera para salir de la iglesia.
—¿Qué es lo que te ha pasado? ¿Sabes que has permanecido cerca de treinta minutos con el cura? A fe mía, he creído por un momento que te confesabas de verdad. Has ganado la apuesta. ¿Quieres que sea esta tarde la comida?
—No —respondió con mal humor el otro—, hoy no. Veremos otro día. Tengo que hacer. Y estrechando la mano de su compañero, se alejó bruscamente, con ademán meditabundo.
¿Qué había pasado entre el subteniente y el confesor? He aquí lo sucedido:
Apenas el confesor había abierto la ventanilla del confesionario, por el ademán del joven comprendió, que se trataba de una broma. Éste había llevado su imprudencia hasta el punto de decir, como una frase hecha:
"Me burlo de la religión, de la la confesión…"
El sacerdote era un hombre de corazón.
—Mire, querido caballero —lo interrumpió con bondad—. Veo que lo que usted hace no está muy bien. Dejemos a un lado la confesión y, si le place, charlemos un poco. Yo aprecio mucho a los militares, y por otra parte usted me parece un joven bueno y amable. ¿Cuál es su grado?
El oficial, comenzó a comprender que había hecho una tontería.
—No soy más que subteniente. Acabo de salir del colegio militar.
—¿Subteniente, y continuará muchos años de subteniente? —le dijo el cura.
—No lo sé, dos, tres o cinco años tal vez.
—¿Y después?
—Pasaré a teniente.
—Hummm… ¿Y después?
—Después seré capitán. Se continúa siendo capitán muy largo tiempo. Más tarde se asciende a comandante, y luego a teniente coronel, y a coronel.
—¿Y después de esto? —replicó el sacerdote.
—Bueno, después seguiría ascendiendo hasta llegar a tener el bastón militar. Pero no tengo tantas aspiraciones, padre.
—Algún día casado, capitán y quién sabe si mariscal... ¿Y después, caballero?
—Cómo después… a fe mía, no sé qué va a suceder después.
—¿No sabe usted lo que le va a ocurrir después? —dijo el sacerdote—. Pues bien, yo sé, y voy a decírselo. Después, caballero, después usted morirá. Después de su muerte, comparecerá delante de Dios y será juzgado. Y si continúa haciendo lo que había hecho, será condenado. Irá al fuego eterno del infierno. He aquí lo que le pasará después.
Y como el joven atolondrado, disgustado por este final, pareciera que quería levantarse...
—Un instante, caballero —lo frenó el sacerdote—. Tengo que decirle unas palabras todavía. Es usted un hombre de honor y yo también lo soy. Acaba de faltarme grandemente el respeto, entonces me debe una reparación. Se la pido y exijo en el nombre del honor. Va a darme la palabra que durante ocho días a la noche, antes de acostarse, se arrodillará y dirá en voz alta: “Un día moriré, pero me río; después de mi muerte, seré juzgado, pero me río; después de juzgado, seré condenado, pero me río; iré al fuego eterno del infierno, pero me río”. Nada más que esto. ¿Va a darme usted su palabra de honor de no faltar a eso durante ocho días?
Cada vez más fatigado y queriendo salir de aquel mal paso, el subteniente lo había prometido todo, y el buen sacerdote lo despidió con dulzura, añadiendo:
—No necesito decirle, mi querido amigo, que le perdono de todo corazón. Si alguna vez puedo prestarle algún servicio, me encontrará usted aquí, en el mismo lugar. Pero no olvide la palabra que ha empeñado en su compromiso.
Por este motivo, los dos jóvenes se marcharon cada uno a su casa.
El joven oficial comió solo y meditabundo, estaba manifiestamente inquieto.
Por la noche, al momento de acostarse, vaciló un poco, pero… había empeñado su palabra. Entonces... Repetía: "Moriré, seré juzgado, iré tal vez al infierno…"
Lo hacía en el orden y de la manera indicada por el sacerdote. Sin embargo, no tuvo valor para añadir cada vez, cuando correspondía: “…pero me río”.
Pasaron así algunos días. Las palabras de su penitencia le venían sin cesar a la memoria, parecía que resonaban en sus oídos. Creía escuchar ya el chasquido de las llamas eternas que, ardiendo sin cesar, consumían a los condenados. Creía escuchar sus gritos desesperados y furibundos a la vez, sentir su eterno odio contra Dios y los bienaventurados…
No había transcurrido la semana cuando volvía, pero esta vez solo, sin el amigote, a la iglesia. Se confesó de verdad.
Salió del confesionario con el rostro bañado en lágrimas, y con una gran alegría en el corazón.
Se ha asegurado que después ha sido un digno y fervoroso cristiano.
Fuente: Louis-Gaston de Ségur, El infierno. Si lo hay, qué es, modo de evitarlo, Editorial ICTION, Buenos Aires 1980, págs. 7-12.
