Dice el necio en su corazón: no hay Dios.
(Salmo 14,1)
El mal de la civilización occidental actual es mucho más hondo y más terrible de lo que nos parece y no puede curarse con simples emplastes. La causa principal está en la ausencia de Dios, en la falta religión de la sociedad, en la poca vivencia de la fe católica en general.
Mons. Tihamér Tóth
¿Sabéis qué inscripción lleva la Universidad mahometana del Cairo? Con cierta envidia y vergüenza lo repito: la Universidad mahometana. Pues lleva esta inscripción: "La química es importante, pero es más importante Dios".
Sí; necesitamos la química, la técnica, la industria, la agricultura, el pan, los trajes, la higiene, el rayo del sol..., pero por encima de todo: necesitamos a Dios. Porque el que espera la luz tan sólo del sol, quedará a oscuras cada noche; mientras que el que tiene por sol a Dios, verá una luz eterna.
Estamos enfermos, todos lo sentimos. Pero ¿no creéis que el mundo está enfermo justamente porque está lejos de Dios, porque se separó de Él? Cuando en los países norteños los hombres han de estar durante algunas semanas separados del sol que se esconde debajo del horizonte, se sienten presa de un gran abatimiento, de una profunda melancolía. Este es el abatimiento, esta es la melancolía que roe a la humanidad de hoy; porque se ha apartado del verdadero Sol de la vida.
Los árabes tienen una hermosa leyenda respecto al llanto del Sahara. Cuando en las noches tranquilas y estrelladas una suave brisa corre por el inmenso y árido desierto y hace chocar millones de millones de arenillas, el ruido del choque parece el lastimero gemir de una gigantesca fiera que, gravemente herida, agoniza.
"¿Lo oís? —pregunta entonces el guía árabe a la caravana—. ¡El desierto llora! Se queja de haber sido trocado en desierto estéril; llora los jardines pomposos, las ondulantes mieses, los sonrientes frutos de que estaba cargado un día, antes de quemarse, antes de secarse, antes de trocarse en desierto".
Almas secas, almas de desierto son también los hombres incrédulos. Acaso quieran disimular en el exterior, fingir que todo está en orden. Pero cuando en el silencio de las sombras, en noche de insomnio, se dan a meditar, y sube por su garganta el sollozo del alma, convertida en desierto por la incredulidad, entonces lloran las alegrías marchitas de la vida, las alegrías que se perdieron sin esperanza. ¡Sí; creo en Dios..., creo en Dios!
Mons. Tihamér Tóth, Creo en Dios (Razonemos Nuestra Fe 1), Editorial Poblet, Buenos Aires 1942, p. 317.