- ¿Es lícito pedir que nos libre Dios de algún mal particular, por ejemplo, de una enfermedad? 
- Sí, señor; es lícito pedir a Dios nos libre de algún mal particular, pero siempre remitiéndonos a su voluntad, ya que puede ordenar aquella misma tribulación para provecho de nuestra alma.
- ¿De qué sirven las tribulaciones que Dios nos envía? 
- Las tribulaciones nos ayudan a hacer penitencia de nuestras culpas, a ejercitar las virtudes y, sobre todo, a imitar a Jesucristo, nuestra cabeza, a la cual es justo nos conformemos en los padecimientos si queremos tener parte en su gloria.
Catecismo Mayor, N° 320-321

(…) Y no es extraño que realicemos con tanta imperfección nuestras buenas obras. Es que no pensamos en la recompensa que Dios nos tiene reservada si las practicamos sólo por agradarle. Al dispensar un favor a alguien que, en vez de ser agradecido, nos paga con ingratitud, si tuviésemos la hermosa virtud de la esperanza, quedaríamos satisfechos pensando que el premio que Dios nos dará será mucho mayor.

Nos dice San Francisco de Sales que, si se le presentasen dos personas a pedir un favor y el solamente pudiese favorecer a una, escogería la que a su juicio hubiese de ser menos agradecida, ya que así su mérito ante Dios sería mayor. El santo rey David decía que todo lo hacía en la santa presencia de Dios, como si al momento hubiese de ver juzgada su obra y recibir la recompensa; por lo cual hacía siempre bien lo que realizaba sólo por agradar a Dios.

En efecto, los que están faltos de la virtud de la esperanza, todo lo hacen por el mundo, para hacerse amar o apreciar, y con ello pierden toda recompensa. Decimos que, en nuestras penas y enfermedades, hemos de concebir una gran confianza en Dios nuestro Señor: aquí es precisamente donde Dios se complace en poner a prueba nuestra confianza.

Leemos en la vida de San Elzeardo que los mundanos se burlaban públicamente de su devoción, y los libertinos la tomaban cómo cosa de broma. Santa Delfina le dijo un día que el desprecio que hacían de su persona, recaía también sobre su virtud. -¡Ay! -le respondió llorando el Santo-, cuando pienso en lo que Jesucristo padeció por mí, me siento tan impresionado que, aunque me quitaran los ojos, no hallaría palabras para quejarme, fijo mi pensamiento en la grande recompensa que está preparada a los que padecen por amor de Dios: aquí está toda mi esperanza, y lo que me sostiene en mis penas.

Y ello es muy fácil de comprender. ¿Qué es, en efecto, lo que podrá consolar a una persona enferma, sino la magnitud de la recompensa que Dios le tiene preparada en la otra vida?

Leemos en la historia que un predicador, debiendo predicar en un hospital, escogió por asunto los sufrimientos. Expuso cómo los sufrimientos sirven para atesorar grandes méritos para el cielo, e hizo resaltar lo agradable que es a Dios una persona que sabe sufrir con paciencia. 
En dicho hospital había un pobre enfermo que, desde hacía muchos años estaba padeciendo mucho, pero, por desgracia, quejándose continuamente; por lo oído en aquel sermón, comprendió el gran tesoro de bienes celestiales que había perdido y, terminado el sermón, se puso a llorar y a dar extraordinarios gemidos. Lo vio un sacerdote, y le preguntó por qué mostraba tanta tristeza, advirtiéndole que, si era porque alguien le había causado aquella pena, él era el administrador y podía hacerle justicia. Aquel infeliz contestó:
-¡Oh!, no señor, nadie me ha hecho mal alguno, yo mismo soy quien me he dañado.
-¿Cómo? -le preguntó el sacerdote.
-Señor, después de sufrir tantos años, ¡cuántos bienes he perdido, con los cuales hubiera merecido el cielo si hubiese sabido llevar la enfermedad con paciencia! ¡Ay!, ¡cuán desgraciado soy!, yo me consideraba tan digno de lástima; si hubiese comprendido la realidad de mi estado, sería la persona más feliz del mundo.

Cuántas personas hablarán de la misma manera a la hora de la muerte, siendo así que sus penas, sufridas con ánimo de agradar a Dios, les hubieran ganado - el cielo; ahora, en cambio, usando mal de ellas, sólo sirven para su perdición.

A una mujer que desde mucho tiempo se hallaba sepultada en una cama sufriendo horribles dolores, y a pesar de ello parecía estar enteramente satisfecha, habiéndosele preguntado qué era lo que la animaba a mantenerse tranquila en un estado tan digno de compasión, contestó:
«Al pensar que Dios es testigo de mis sufrimientos y que por ellos me premiará por una eternidad, experimento una alegría tal, sufro con tanto placer, que no cambiaría mi situación por todos los imperios del mundo».

Ya veis, pues, cómo los que tienen la dicha de adornar su corazón con esta hermosa virtud, logran pronto cambiar sus dolores en delicias. Al ver en el mundo a tantas personas desgraciadas, maldiciendo su existencia y pasando su vida en una especie de infierno, perseguidas siempre por la tristeza o la desesperación; ¡ay!, pensemos que tales desgracias provienen de no poner en Dios su confianza y de no considerar la gran recompensa que en el cielo las espera.

Leemos que santa Felicitas, temiendo que el menor de sus hijos no tuviese ánimo para arrostrar el martirio, le dijo a grandes voces:
«Hijo mío, levanta tus ojos al cielo, que será tu recompensa; un solo momento, y habrán terminado tus sufrimientos».
Tales palabras, salidas de la boca de una madre, fortalecieron de tal manera a aquel pobre hijo, que, con indecible alegría, entregó su pequeño cuerpo a los tormentos que los crueles verdugos quisieron hacerle padecer.

Nos dice San Francisco Javier que, estando en país salvaje, hubo de soportar todos los padecimientos que a aquellos idólatras se les ocurrió infligirle, sin recibir consuelo alguno; pero tenía puesta de tal manera su confianza en Dios, que mereció el auxilio divino de una manera visible…

San Juan María Vianey
(Extracto del Sermón sobre la Esperanza, fragmento)