A un capitán se le cayó un botón del uniforme. Llamó a un soldado, llamado José Sastre, y le dijo que lo cosiera. —Mi capitán, a mí me llaman “Sastre”, pero nunca he practicado este oficio. —Entonces no me sirves —contestó el capitán. En el gran día del Juicio final, ¡cuántos oirán de Dios lo que este soldado tuvo que oír de labios de su capitán! ¡Qué espantoso será tener que oír a Dios en el día del Juicio: A ti te llamaban cristiano, pero no lo has sido..., no me sirves!
(Mons. Tihamér Tóth)

(…) Escuchad lo que va a deciros San Agustín:

«Ved –nos dice– de qué manera se porta el demonio con los pecadores: hace como un carcelero que tiene varios presos encerrados en su prisión; guardando la llave en el bolsillo, los deja muy libres, seguro de que no se le escaparán.
Esta es su manera de obrar con un pecador que no piensa en salir del pecado: no se molesta en tentarlo; lo consideraría tiempo perdido, ya que no solamente no piensa en dejarlo, sino que refuerza cada día más las cadenas que le atan: sería pues inútil tentarle; le deja vivir en paz, si en alguna manera es compatible la paz con el pecado.
Le oculta, todo lo posible, el estado en que se halla, hasta la hora de la muerte, en que procura presentarle la pintura más espantosa de su vida, para sumirle en la desesperación. Mas, en cuanto una persona ha resuelto cambiar de vida para entregarse a Dios, entonces ya es otra cosa».

Mientras San Agustín vivió en el desorden, ni se dio cuenta de lo que era ser tentado. Nos cuenta él mismo que se creía en paz; pero desde el momento en que quiso volver la espalda al demonio, fue preciso luchar con el maligno espíritu hasta rendirse de fatiga: lo cual duró nada menos que cinco años; derramó las lágrimas más amargas, practicó las más austeras penitencias.

«Me debatía con él –dice– en medio de las ligaduras que me sujetaban. Hoy me reputaba victorioso, y mañana estaba otra vez rendido. Aquella guerra cruel y porfiada duró cinco años. Sin embargo –dice– me hizo Dios la gracia de que saliese vencedor de mi enemigo».

Ved aún las luchas que hubo de sostener san Jerónimo cuando quiso entregarse a Dios, determinando visitar la Tierra Santa. Estando en Roma, concibió un nuevo deseo de trabajar por su salvación. Al dejar la ciudad de Roma, fue a sepultarse en un espantoso desierto, para entregarse a todo lo que su amor a Dios le inspirase. Entonces el demonio, previendo que su conversión sería la causa de muchas otras, parecía reventar de desesperación. No hubo género de tentación a que no le sometiese. No creo haya habido otro santo más tentado que él. Oíd en qué términos escribía a uno de sus amigos:

«Mi caro amigo, voy a comunicarte cuál es mi aflicción y el estado a que el demonio quiere reducirme. ¡Cuántas veces, en esta vasta soledad que los ardores del sol hacen insoportable, cuántas veces, han venido a asaltarme los placeres de Roma! El dolor y la amargura de que está llena mi alma, me hacen derramar, noche y día, torrentes de lágrimas. Voy a ocultarme en los lugares más reservados para combatir mis tentaciones y llorar mis pecados.
Mi cuerpo está totalmente desfigurado y cubierto de un áspero cilicio. No tengo otra cama que la tierra desnuda, ni otros alimentos que raíces crudas y agua, hasta cuando estoy enfermo. A pesar de tales rigores, mi cuerpo acaricia aún el pensamiento de los placeres infames de que Roma está infectada; mi espíritu se halla todavía en medio de aquellas bellas compañías donde tanto ofendí a Dios. Y, sin embargo, en este desierto al cual yo me he condenado para evitar el infierno, entre estas rutas sombrías donde sólo me acompañan escorpiones y bestias feroces, a pesar de todos los horrores de que estoy rodeado y atemorizado, mi espíritu abrasa el impuro fuego a mi cuerpo, muerto ya antes que yo; aun el demonio se atreve a ofrecerle placeres para deleitarse.
Viéndome tan humillado por tentaciones cuyo solo pensamiento me hace morir de horror, no acertando a hallar otros rigores que ejercer contra mi cuerpo a fin de mantenerlo sumiso a Dios, me arrojo en tierra a los pies del crucifijo, regándolo con mis lágrimas, y cuando ellas me faltan, tomo un guijarro y con él golpeo mi pecho hasta que la sangre sale por la boca, clamando misericordia hasta que el Señor tenga piedad de mí.
¿Quién podrá comprender cuán miserable sea mi estado, deseando yo tan ardientemente agradar a Dios y servirle a Él sólo? ¡Qué dolor para mí el verme continuamente inclinado a ofenderle! ¡Ayúdame, amigo querido, con el auxilio de tus oraciones, a fin de que sea yo más fuerte para rechazar al demonio, que ha jurado mi eterna perdición!» (Epist. 22ª ad Eustoquium).

San Juan María Vianey, Extracto del Sermón sobre las Tentaciones