Gran cosa es lo que agrada a Nuestro Señor cualquier servicio que se haga a su Madre. 
Santa Teresa de Jesús

La Virgen Negra de Częstochowa,
Polonia

No pueden soportar los herejes de ahora que llamemos y saludemos a María con el título de esperanza nuestra: “Dios te salve, esperanza nuestra”. Dicen que sólo Dios es nuestra esperanza y que Dios maldice a quien pone su confianza en las criaturas: “Maldito el hombre que confía en otro hombre” (Jr 17, 5). María, exclaman, es una criatura; ¿y cómo puede ser una criatura nuestra esperanza? Esto dicen los herejes. Pero contra ellos la santa Iglesia quiere que todos los sacerdotes y religiosos alcen la voz de parte de todos los fieles y a diario la invoquen a María con este dulce nombre de esperanza nuestra, esperanza de todos: Esperanza nuestra, salve.

De dos maneras, dice el angélico santo Tomás, podemos poner nuestra confianza en una persona: o como causa principal o como causa intermedia. Los que quieren alcanzar algún favor de un rey, o lo esperan del rey como señor, o lo esperan conseguir por el ministro o favorito como intercesor. Si se obtiene semejante gracia, se obtiene del rey pero por medio de su favorito, por lo que quien la obtiene razón tiene para llamar a su intercesor su esperanza.

El rey del cielo, porque es bondad infinita, desea inmensamente enriquecernos con sus gracias; pero como de nuestra parte es indispensable la confianza, para acrecentarla nos ha dado a su misma Madre por madre y abogada nuestra, con el más completo poder de ayudarnos; y por eso quiere que en ella pongamos la esperanza de obtener la salvación y todos los bienes. Los que ponen su confianza en las criaturas, olvidados de Dios, como los pecadores, que por conquistar la amistad y el favor de los hombres no les importa disgustar a Dios, ciertamente que son malditos de Dios, como dice Isaías. Pero los que esperan en María como Madre de Dios, poderosa para obtenerles toda clase de gracias y la vida eterna, éstos son benditos y complacen al corazón de Dios, que quiere ver honrada de esta manera a tan sublime criatura que lo ha querido y honrado más que todos los ángeles y santos juntos.

Con toda razón y justicia, por tanto, llamamos a la Virgen nuestra esperanza, confiando, como dice el cardenal Belarmino, obtener por su intercesión lo que no obtendríamos con nuestras solas plegarias. Nosotros le rogamos, dice san Anselmo, para que la sublimidad de su intercesión supla nuestra indigencia. Por lo cual, sigue diciendo el santo, suplicar a la Virgen con toda esperanza no es desconfiar de la misericordia de Dios, sino temer de la propia indignidad.

Con razón la Iglesia llama a María “Madre de la santa esperanza” (Ecclo 24, 24); la madre que hace nacer en nosotros, no la vana esperanza de los bienes miserables y efímeros de esta vida, sino la esperanza de los bienes inmensos y eternos de la vida bienaventurada. Así saludaba san Efrén a la Madre de Dios: “Dios te salve, esperanza del alma mía y salvación segura de los cristianos, auxilio de los pecadores, defensa de los fieles y salud del mundo”. Nos advierte san Basilio que después de Dios no tenemos otra esperanza más que María, por eso la llama “nuestra única esperanza después de Dios”. Y san Efrén, al considerar la orden de la providencia por la que Dios ha dispuesto –como también dice san Bernardo– que todos los que se salven se han de salvar por medio de María, le dice: “Señora, no dejes de custodiarnos y ponernos bajo el manto de tu protección, porque después de Dios no tenemos otra esperanza más que tú”. También santo Tomás de Villanueva la proclama nuestro único refugio, auxilio y ayuda.

De todo esto da la razón san Bernardo cuando dice: “Atiende, hombre, y considera los designios de Dios, que son designios de piedad. Al ir a redimir al género humano, todo el precio lo puso en manos de María”. Mira, hombre, el plan de Dios para poder dispensarnos con más abundancia su misericordia; queriendo redimir a todos los hombres, ha puesto todo el valor de la redención en manos de María para que lo dispense conforme a su voluntad.

Extracto de Las Glorias de María, por san Alfonso de Ligorio