Así como la azucena es remedio contra las serpientes y sus venenos, así invocar a María es remedio especialísimo para vencer todas las tentaciones, sobre todo las de impureza, como lo comprueban quienes lo practican.
Cornelio a Lápide
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| San Francisco de Sales |
Mientras duraba aquella terrible tempestad, el santo joven no sabía concebir otros pensamientos ni proferir otras palabras que no fueran de desconfianza y de dolor.
“¿Con que –decía– estaré privado de la gracia de Dios, que en lo pasado se me ha mostrado tan amante y suave? ¡Oh amor, oh belleza a quien he consagrado todos mis afectos! ¿Ya no gozaré más de tus consolaciones? ¡Oh Virgen Madre de Dios, la más hermosa de todas las hijas de Jerusalén! ¿Es que no te he de ver en el paraíso? Ah Señor, ¿es que no he de ver tu rostro? Al menos no permitas que yo vaya a blasfemar y maldecirte en el infierno”.
Estos eran los tiernos sentimientos de aquel corazón afligido y enamorado de Dios y de la Virgen.
La tentación duró un mes, pero al fin el Señor se dignó librarlo por medio de María Santísima, la consoladora del mundo, a la que el santo había consagrado su virginidad y en la que afirmaba tener puesta toda su confianza.
Entre tanto, una tarde, yendo hacia casa, vio una tablilla pegada al muro. La leyó, y era la siguiente oración:
“Acuérdate, piadosísima María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a ti se haya visto por ti desamparado”.
Postrado junto al altar de la Madre de Dios, rezó con afecto aquella oración, le renovó su voto de castidad y prometió rezarle todos los días un rosario. Y luego añadió:
“Reina mía, sé mi abogada ante tu divino Hijo, al que no me atrevo a recurrir. Madre mía, si yo, infeliz, en la otra vida no puedo amar a mi Señor que es tan digno de ser amado, al menos consígueme que te ame en este mundo inmensamente. Esta es la gracia que te pido y de ti la espero”.
Así rezó a la Virgen y se abandonó por completo en brazos de la divina misericordia, resignado completamente a la voluntad de Dios. Pero apenas había concluido su oración, en un instante la Virgen le libró de la tentación. Recuperó del todo la paz del alma y la salud corporal y siguió viviendo devotísimo de María, cuyas alabanzas y misericordias no cesó de anunciar en predicaciones y libros toda la vida.
Extracto de Las Glorias de María, por san Alfonso de Ligorio
