La mayor parte de las almas que allí están son las que no creían que el infierno existe.

(Santa Faustina Kowalska)


Mujer llamada Catalina desoye las salutíferas Advertencias


San Francisco de Jerónimo fue un célebre misionero de la Compañía de Jesús. A principios del siglo dieciocho, había estado encargado de dirigir las misiones en el reino de Nápoles


Un día que predicaba en una plaza de dicha ciudad. Algunas mujeres de mala vida se esforzaban en interrumpir el sermón con sus cantos y sus ruidosas exclamaciones. Las había reunido una de ellas llamada Catalina, para obligar al padre a retirarse. Pero este continuó su discurso, sin dar a conocer que advirtiera sus insolencias...


Algún tiempo después volvió a predicar en la misma plaza. Vio cerrada la puerta de la habitación de Catalina y en profundo silencio toda la casa, ordinariamente tan alborotada.


—¿Qué es lo que le había sucedido a Catalina? —preguntó el Santo.


—¿No lo sabe usted, padre? La desdichada murió ayer, sin poder pronunciar palabra.


—¿Catalina ha muerto? —replicó el padre—, ¿ha fallecido repentinamente? Entremos y veamos.


Se abrió la puerta. Subió el padre la escalera. Entró, seguido de la multitud, en la sala. Ahí estaba tendido en tierra el cadáver encima de un paño, con cuatro cirios, según costumbre del país. Lo miraba algún tiempo con espanto. Después le dijo con voz solemne:


—Catalina, ¿dónde estás ahora?


El cadáver permaneció mudo. Pero el santo repitió:


—Catalina, dime, ¿dónde estás ahora? Te mando me digas dónde estás.


Entonces con gran pasmo de todo el mundo, se abrieron los ojos del cadáver. Sus labios se agitaron convulsivamente. Y con voz cavernosa y profunda respondió:


—¡En el infierno. Estoy en el infierno!


A estas palabras los asistentes huyeron atemorizados. Y bajó con ellos el padre Francisco de Jerónimo, repitiendo:


—¡En el infierno! ¡Oh Dios terrible! ¡En el infierno! ¿Lo han oído ustedes? ¡En el infierno!


La impresión de este milagro fue muy viva. Un buen número de los que lo presenciaron no se atrevieron a volver a sus casas.


Primero fueron a confesarse.


cf. Louis Gaston de Ségur, El infierno. Si lo hay, qué es, modo de evitarlo, Editorial ICTION, Buenos Aires 1980, págs. 43-44.