María es puerto de los que naufragan, consuelo del mundo, rescate de los cautivos, alegría de los enfermos.
San Alfonso María de Ligorio
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| Coronación de la Virgen. Fresco de la Basílica de El Escorial, España. |
Uno de los obispos de Escocia, vestido de aldeano, visitaba su diócesis en un pueblo donde tuvieron la ventaja los de otra religión; eran tiempos de la persecución contra los católicos. Un día se perdió en el bosque donde había ido a descansar un rato. Se hizo de noche, se paró frente a la cabaña de un humilde leñador, golpeó, le abrieron y sin preguntar quién era - tomándolo por un labriego viajero - lo hospedaron.
Durante la cena, como notase el huésped gran preocupación y visible tristeza en el matrimonio, no pudo silenciar su observación y preguntó el motivo de tal inquietud y congoja. Se lo informó entonces de que el anciano padre de uno de ellos no había podido sentarse a la mesa porque estaba enfermo de mucha gravedad desde hacía unos días, y aunque le insistían cariñosamente para que hiciera conveniente preparación para la muerte, por si el momento de ésta sobreviniera, él les contestaba que todavía no iba a morirse y, por tanto, no se preparaba...
Retirados a descansar todos y transcurrida la noche, se dispuso el visitante y huésped a proseguir su camino; y al despedirse y dar gracias a quienes con tanta amabilidad le habían tratado, preguntó si le permitían saludar al viejecito enfermo para comprobar el estado actual de su dolencia, a lo que, gustosamente, se accedió y le acompañaron.
Una vez el labriego junto al anciano, y luego de una corta conversación afectuosa, éste último, adoptando un gesto y tono decidido, dijo: «Mire usted, yo sé que estoy muy mal y que ya no me restableceré; pero, también sé que por ahora no moriré».
Al oírle hablar tan seguro, todos sonrieron al enfermo. Y ante aquellas sonrisas añadió éste:
«Se ríen porque he dicho que tengo la seguridad de que no voy a morir por ahora... Pues bien; lo repito. ¿Y sabe usted por qué?... Mire, yo no sé quién es usted, ni cómo piensa, pero como en la situación en que estoy ya no temo a nadie, le voy a decir la verdad: Mi seguridad se apoya en que soy católico; los años de persecución religiosa no me han quitado la fe; y todos los días he rezado, y rezo, las Tres Avemarías, pidiéndole a la Virgen María que a la hora de la muerte esté asistido por un sacerdote que prepare mi alma para el tránsito, y usted comprenderá que habiéndole rogado tantas veces a la Santísima Virgen eso, la Virgen no consentirá que yo muera sin un sacerdote a mi lado; y como no lo tengo, por eso estoy tan seguro de que por ahora no me muero.»
Emocionado el labriego por aquella declaración del ancianito, le tomó la mano y le dijo:
«Esa gran fe que ha conservado, y esa súplica diaria a la Madre de Dios rezándole las tres Avemarías, han atraído el favor del cielo y ha sido la Providencia la que me dirigió hasta aquí... No es un sacerdote lo que la Virgen le manda, sino a su obispo de usted... Porque yo soy el obispo de esta diócesis...»
La impresión, y al propio tiempo el gozo, del anciano y sus hijos fue enorme. Tan grande que no sabían cómo expresar su asombro y su reverencia...
Seguidamente, el señor obispo ofició la santa misa en la habitación del enfermo, y les dio a todos la comunión; dejando al viejecito espiritualmente dispuesto para emprender su postrer viaje con término en el cielo...
Viaje que tuvo lugar dos días después de aquella misa excepcional.
