En todos los tiempos, desde el principio del mundo hasta nuestros días, todos los pueblos han creído en un infierno. Bajo uno u otro nombre, bajo formas más o menos alteradas, han recibido, conservado y proclamado la creencia en terribles castigos, en castigos sin fin, en que aparece siempre el fuego para castigo de los malos después de la muerte.
Mons. Louis-Gaston de Ségur
Esto es lo que un día quiso hacer tocar con el dedo a un joven libertino un santo misionero de principios de este siglo, célebre en toda Francia por su apostólico celo, su elocuencia y sus virtudes, y un poco también por sus originalidades.
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El padre de Bussy daba en no sé qué importante ciudad del sur de Francia una interesante misión que conmovió a toda la población. Era en lo más crudo del invierno; se aproximaba Navidad y hacía un frío riguroso. En el aposento en que el padre recibía a los hombres había una estufa con mucho fuego.
Un día vio el padre llegar un joven que le había sido recomendado a causa de sus desórdenes y de sus impías fanfarronadas. El padre de Bussy comprendió entonces que sería del todo inútil cuanto haría por él.
—Venga acá, mi buen amigo —le dijo alegremente—; no tenga usted miedo; yo no confieso a nadie contra su voluntad. Venga, siéntese aquí y platiquemos un poco, mientras nos calentamos.
Abre la estufa y viendo que la leña iba a consumirse pronto:
—Antes de sentarse, tráigame usted uno o dos troncos —dice al joven.
Éste, algo sorprendido, hace sin embargo lo que le pedía el padre.
—Ahora —añade éste— métalo en la estufa, allá muy adentro.
Y como el otro introdujera la leña en la puerta de la estufa, el padre de Bussy le toma de improviso el brazo y se lo mete hasta el fondo. El joven da un grito y retrocede.
—Ah! —exclamó— ¿está usted loco? ¡Iba a quemarme!
—¿Qué tiene usted, querido mío? —replica el Padre tranquilamente—; ¿acaso no tiene que acostumbrarse? En el infierno, a donde usted irá si continúa viviendo como vive, no será sólo la punta de los dedos que arderá en el fuego, sino todo su cuerpo; y este pequeño fuego es nada en comparación del otro. Vamos, vamos, mi buen amigo, valor; es menester acostumbrarse a todo.
Quiso volver a tomarle el brazo, pero se resistió el joven, como puede pensarse.
—Pobre hijo mío —le dice entonces el padre de Bussy cambiando de tono—, reflexiónelo un poco: ¿no vale más renunciar al pecado que arder eternamente en el infierno? Y los sacrificios que Dios le pide para evitarse usted tan espantoso suplicio, ¿no son en realidad bien poca cosa?
El joven libertino se marchó pensativo. Reflexionó, en efecto, y lo hizo tan bien, que no tardó en volver a casa del misionero, quien le ayudó a descargarse de sus pecados y a entrar en el buen camino.
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Doy por sentado que entre mil o diez mil hombres que viven alejados de Dios, y por consiguiente en camino del infierno, no habría quizás uno solo que resistiese a la prueba del fuego. No hay uno solo que fuese bastante loco para aceptar el siguiente trato:
“Durante todo el año podrás entregarte impunemente a todos los placeres, saciarte de voluptuosidades, satisfacer todos los caprichos, con la sola condición de pasar un día, únicamente un día, o bien una hora en el fuego”.
Lo repito, ni uno solo aceptaría la propuesta.
Mons. Louis-Gaston de Ségur, El infierno. Si lo hay, qué es, modo de evitarlo, Editorial ICTION, Buenos Aires 1980, págs. 79-81.
