Para todos abre el seno de su misericordia, a fin de que todos reciban de su plenitud: el cautivo la libertad, el enfermo la curación, el afligido el consuelo, el pecador el perdón, el justo la gracia, el ángel la alegría, en fin, la Trinidad entera la gloria, y el Hijo su carne humana. No hay nada que escape a su calor.
(San Bernardo, Hom. para el domingo infraoctava de la Asunción, 1-2)
Un joven libertino vivía entregado, como caballo sin freno, a toda suerte de crímenes y escándalos. Sin embargo rezaba cada día, sin dejarla jamás, una Ave María a la madre de Dios.
Le acometió una enfermedad mortal. Varios eclesiásticos le propusieron que hiciese una buena confesión; su respuesta, acompañada de blasfemias, era que quería morir según había vivido. Un buen amigo traba con él una caritativa conversación, exhortándolo a convertirse. El doliente replica como Saúl:
—Yo soy demasiado grande pecador para esto.
—Acude pues —le responde el amigo— a María madre de pecadores.
—Ahí yo bien le rezo todos los días una Ave María —dice el enfermo —pero de qué podrá servirme esta pequeña devoción?
—Te servirá mucho —contesta el amigo. —No la has pedido en el Ave María todos los días que ruegue por ti en la hora de la muerte?
—Si —responde el enfermo.
Almas: ya este joven no es el mismo. La madre de Misericordia le ha alcanzado tanta contrición, que aquel corazón de bronce es una blanda cera; sus ojos dos fuentes de lágrimas. Llama a la Virgen su buena madre; confiesa sus pecados con amarguísimo dolor; pide perdón de sus escándalos; recibe los últimos sacramentos, y muere tan santamente, que los muchos testigos de su conversión derraman lágrimas de ternura, y celebran sus exequias, como un día de triunfo para la Virgen, alabando y exaltando su grande poder y misericordia.
Francisco Pascual, Nuevo mes de mayo consagrado a María Santísima, Imprenta de P. J. Umbert, Palma 1848, págs. 94-95.
