¡Ay del mundo por los escándalos! Porque necesario es que vengan escándalos; mas ¡ay de aquel hombre por el cual viene el escándalo!

(Mateo 18,7)


Había un pintor celebre por su grande habilidad en el arte y muy apreciado por sus buenas y cristianas costumbres. Entre las muchas imágenes de santos y asuntos sagrados con que perpetuó su nombre, había pintado también un gran cuadro para la iglesia de un convento de carmelitas descalzos. Cuando lo concluyó con la perfección que era de esperar de su acreditado pincel, enfermó gravemente y murió.


Pero al arreglar su testamento hizo llamar al prior por cuyo encargo pintara el último cuadro. Y éste presente, le manifestó su deseo. Quería que el precio estipulado por su trabajo, del cual nada había recibido todavía, se empleara en sufragios por su alma. Deseaba que las misas por su descanso eterno las celebraran los religiosos de la casa. Daba así a su trabajo de pintor el mérito de una limosna hecha a una comunidad pobre. Todo se cumplió puntualmente como había dispuesto.

Pasaron pocos días de su muerte. Un religioso rezaba en el coro a deshora de la noche.

 

Y de repente se le presenta el pintor. Es tristísimo y rodeado de vivísimas llamas. Se le postra y suplica que lo salve de los continuos tormentos que está padeciendo. El religioso grandemente se admiró de lo que veía. Porque conocía bien a fondo las excelentes virtudes cristianas que en vida adornaban su alma. Le preguntó la causa de tales padecimientos. Y la respuesta fue la siguiente:



«Cuando expiré, me condujeron al tribunal de Dios. Ahí comparecieron algunas almas a acusarme. Dijeron que yo hice una pintura medio desnuda y que por su inmodestia provocaba a obscenidad.


Esta pintura había sido causa de que mirándola incurrieran en pensamientos impuros y deseos lujuriosos. Por eso habían sufrido agudísimas penas en el purgatorio. Además ocurrió cosa peor. Algunos otros con ocasión de esta pintura se habían depravado en sus costumbres y a causa de su depravación se habían condenado. Y que por lo mismo merecía yo ir a escuchar sus eternas maldiciones en el infierno.


Cuando decían esto mis acusadores, se presentaron muchas almas de bienaventurados. Tomaron mi defensa. Dijeron que aquella pintura la hice cuando aún era joven y principiante en el arte; que cuando conocí el error cometido me arrepentí e hice por ello penitencia; lo que era verdad. Además, dijeron que yo en desagravio de aquella culpa había pintado innumerables imágenes de santos y asuntos sagrados. Estas obras inspiraban devoción y habían servido para provecho espiritual de infinitos que las habían contemplado y contemplarían. Ellas mismas eran de cuyas imágenes yo me había ocupado. Por lo tanto, era deber suyo acudir a mi defensa y suplicar fuera perdonado. Y por último, dijeron que el precio del último cuadro lo había cedido en cierto modo al convento para el que fue hecho, por haber ordenado se empleara en misas por mi alma y para remisión de mis pecados.


Así que interponían su mediación para que se me perdonara y no permitiera la Majestad divina que los infernales espíritus hicieran presa en mi alma.


Oída esta acusación y defensa, el soberano Juez se dejó mover por la súplica de los santos. Sentenció que yo, absuelto de las penas eternas, fuera destinado a purgarme del resto de mis culpas en este terrible fuego. En él debo permanecer hasta que, quemada aquella infame pintura, deje de servir de incentivo de la concupiscencia.

 


―Les suplico a ustedes, por tanto ―continuó diciendo al religioso― háganme la caridad de decir a N. (y nombró al caballero por cuyo encargo la pintó) que arroje al fuego la pintura para que no sirva más de incentivo al amor impuro. Así lo quiere Dios y lo manda. En prueba de que esto no es ninguna ilusión, dos de sus hijos del caballero N. morirán dentro de poco. A ellos no tardaría en seguir él mismo si despreciara su aviso de ustedes.»



El caballero recibió dócilmente a la extraordinaria embajada. No tardó más en arrojar al fuego la pintura de lo que tardó en escuchar al religioso que le transmitía el mensaje. Los dos hijos murieron en el término de un mes. El padre se liberó de la muerte amenazada por la puntualidad con que llevó a efecto la disposición de Dios.


No por esto quedó tranquilo. Reformó su vida. Y en desagravio de los males que había causado la deshonesta pintura, hizo pintar varios devotísimos asuntos sagrados. Esperaba que sus buenos efectos de estas nuevas pinturas pudieran contrapesar en el día de la cuenta (digámoslo así) en los que las miraran los depravados efectos que por su causa había dado la otra pintura. Y los santos, además, venerados en aquellas imágenes, le fueran abogados en el tribunal de Dios. Así se verificaría en él el texto del Evangelio:

 

"Utilicen el sucio dinero para hacerse amigos, para que cuando les llegue a faltar, los reciban a ustedes en las viviendas eternas." (Lucas 16,9).

 

Como justamente acaeció al bien arrepentido pintor, que voló al paraíso luego que el lienzo quedó reducido a cenizas.

 


cf. Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, págs. 78-81.