Moribundo sinceramente Arrepentido abjura de la Masonería

En la ciudad de Valencia vivía un mercader singularmente afecto y devoto del glorioso Patriarca San José. En su obsequio todos los años el día de su fiesta convidaba a comer tres pobres: un varón, una mujer y un niño. Les servía y regalaba en la mesa con igual devoción que esplendidez. Enfermó de muerte el mercader. Y estaba rodeado de los temores y sobresaltos que son tan regulares en aquel trance. Se hallaba su espíritu en lo sumo de la tribulación, cuando se le aparecieron Jesús, María y José. Le dijeron: «Pues que tú tantos años nos regalaste en tu casa, ahora nosotros te regalaremos en la nuestra». Y oyendo estas palabras expiró con mucha paz. Y pasó a recibir el premio de su caridad y devoción.

(De los Sermones de San Vicente Ferrer)


Representación tradicional de San José con el Niño Jesús en una oleografía de principios del siglo XX.

Hacia fines del siglo pasado, un misionero de Senegal escribió:

«Cierto funcionario, conocido como francmasón, se propuso decididamente morir sin recibir los santos sacramentos.

Tan pronto como supe que estaba enfermo, traté de visitarlo con regularidad. Sobre el tema de la confesión, inmediatamente respondió:

—No necesito ningún intermediario. Se lo confieso a Dios.
Y en mi presencia, le dijo a su esposa:

—Aún cuando yo esté realmente muy mal, no dejes entrar a ningún sacerdote para que me confiese.

Mientras tanto, su anciana y piadosa madre, incesantemente, rezaba a Dios por él. Su esposa, aunque ya no cumplía con sus obligaciones religiosas, mantenía una gran devoción a San José. Se arrodillaba diariamente ante el oratorio de San José; era precisamente el mes de marzo.

—Como el paciente empeoraba significativamente —dice el misionero—, puse toda mi esperanza en San José. Le dije al Santo Patriarca que aquí se trataba de su honor, si consiguiera convertir a algún pecador, especialmente en su mes... Y en agradecimiento le prometí una novena, si atendiera mis súplicas y las de las personas a las que les interesaba tanto la conversión de esa alma.

Fortalecido yo mismo por la oración, volví a acercarme al enfermo y le sugerí confianza en San José. Y he aquí, esta vez no fui rechazado: mis palabras fueron bien aceptadas. Me di cuenta de que la causa estaba ganada. El moribundo abjuró de la masonería y con sincero arrepentimiento hizo su confesión.

San José demostró ser el patrón de la buena muerte. Hizo una obra maravillosa: así debe llamarse la conversión de un pecador empedernido.

Me es imposible describir lo que ha sucedido en el corazón del enfermo después de su confesión sacramental. En el transcurso de su larga enfermedad, nunca había estado tan tranquilo y alegre. Cuando su esposa fue a verlo, él le dijo:

—Querida, con el sacerdote he puesto en orden el asunto de mi alma. Me confesé. No lo hice por respeto humano, sino porque mi religión lo quiere.

—Lo hiciste muy bien —dijo la esposa—. Y porque te confesaste, nada puede detenerme. Estoy dispuesta a hacer lo mismo.

Al salir de la habitación de su marido, la mujer le dijo a su hermana que estaba llegando:

—Imagínate, mi esposo se confesó. A juzgar por lo que sé de él, aquí hubo un verdadero milagro.

Pocos días después, el último día de marzo, la mujer también vino a confesarse. Estaba jubilosa y agradecida a Dios por la felicidad que le dio a su esposo por intercesión de San José.»

cf. Alfons Maria Weigl, São José não falha. Cem histórias de São José (Edições Rosário), 7a edição, Curitiba 2003, págs. 176-178.