Porque aquel fuego, por ser instrumento de la divina Justicia, tiene una acrimonia, una afinidad, una fuerza de la que el nuestro no es ni la sombra.
Carlos Gregorio Rosignoli SJ
En cierto monasterio cisterciense Dios convirtió una fuente de agua fría en una olla de agua hirviendo para que sirviese de tormento a un prelado a quien el amor desordenado a la sangre hizo faltar a la justicia. Se lee en la vida de hombres ilustres de la orden del Cister, que en cierto monasterio había criado el abad a un sobrino desde muy niño, cobrándole tal afecto que no sin razón llegó a ser esto para él un lunar que afeaba las hermosas prendas de que se hallaba adornado como particular y como monje. Mas tenido siempre en grande consideración por todos los religiosos, y llegada su última enfermedad, en vez de usar ellos de su derecho de elección, convinieron unánimemente en recibir por sucesor en la abadía al que designase su consumada prudencia. Próximo el abad a la muerte, le hicieron los monjes la propuesta; y aceptada, a pesar que no faltaban hombres muy a propósito por su virtud y letras, y sobre todo por su prudencia, para sucederle en la prelacía, no supo encontrar sujeto más idóneo que su sobrino, el cual, si bien era un monje ejemplar, carecía de las demás cualidades necesarias para ser abad, faltándole las canas que dan autoridad, y la experiencia, que hace al hombre prudente.
Empero no tardó mucho en pagar la pena de su desordenado afecto a la propia sangre; porque muerto a muy poco, fue condenado a estar hirviendo en una fresca fuente que había en un huerto del monasterio y adonde solía ir con frecuencia para descansar, y con su frescura y amenidad del lugar distraerse un tanto de las fatigas de su cargo. A la misma, y por las mismas causas, acudía también el sobrino abad, a quien, además, era sumamente grata porque le recordaba el amor del difunto tío. Pero un día que contemplaba absorto la claridad y belleza de aquellas aguas, oyó un grito que, saliendo de lo más profundo de la fuente, decía:
— ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Atónito el joven prelado, y no menos sobrecogido, estuvo algún tiempo suspenso y casi sin atreverse a respirar. Mas continuando aquel sentido lamento, y haciendo él un esfuerzo, conjuró al angustiado para que en nombre de Dios le dijese quien era:
— Soy, dijo, el alma del abad difunto, tu tío, condenado a penar en esta agua hirviendo, porque anteponiendo el amor que te tenía al nuevo servicio de Dios en este monasterio, te nombré abad de él, con grave perjuicio de sus ancianos y con escándalo de todos.
Aunque afligido el sobrino con tal respuesta, añadió, sin embargo:
— ¿Pero es posible que esta agua que a todos refresca, para vos esté hirviendo?
— ¡Oh, sí, es posible!, replicó el tío: y si quieres ver una prueba de ello, haz que traigan el candelero de bronce que está en el altar, y ponlo dentro de esta agua.
Lo hizo así, y el candelero se derritió con más facilidad que la cera en el fuego.
— Ahí tienes, dijo entonces la afligidísima alma, una prueba del intolerable tormento a que estoy sujeto; muévete, pues, a compasión, y mueve también a nuestros hermanos: rogad por mí; ayudadme con vuestros sufragios. ¡Ay, compadeceos de mí!
Y con esto enmudeció, porque no volvió a sentirse más.
El joven abad, más preocupado en aquel momento de sí mismo que de su afligido tío, marchó a reunir a toda prisa a los monjes, a los que habiendo referido lo que acababa de pasarle, manifestó en seguida que estaba vacante la abadía, a la que con todas veras renunciaba, y con ella a cualquier cargo que entonces o en adelante quisieran darle. Se retiró, pues, a hacer vida privada, en la que atendiendo sólo al cuidado de su alma, fue modelo de buenos religiosos.
Ni es necesario decir si cuidaría al mismo tiempo de aliviar a su tío con sus oraciones y penitencias, porque hizo tal efecto el triste suceso en su noble corazón, que con frecuencia y como sin pensarlo solía exclamar:
— ¡Pobre tío mío, padecer tanto por mí!
Nunca cesó de rogar por él, hasta que al fin, a juicio de prudentes, pudo con fundamento suponer que habría pasado al descanso y gozo de los santos. Sobre aquella fuente, a cuya calor resistía un alma infecta de la culpa mientras que el metal se derretía como la cera, se pusieron los siguientes versos:
Fuente un tiempo de placer
Hay, empero, de dolor,
Cuyo inexplicable ardor
Derrite el bronce, a la vez
Que hace al alma padecer.
¡Ay! No lo dudes, mortal,
Menos resiste el metal
al fuego de la otra vida.
Que el alma de ésta, salida
en culpa grave o venial.
Fuente: Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 125-128.
