El Relato que Vittorio Messori encontró en el Manuscrito de su padre

Así como las montañas se alzan alrededor de los valles que yacen abajo y los vigilan, asimismo los santos ángeles están de pie alrededor de nosotros y nos protegen.

San Alberto Magno

El Ángel custodio o Ángel de la Guarda es nuestro guía espiritual. Él nos acompaña para que alcancemos la eterna salvación.

Ocurrió una tarde en Bielefeld, Renania-Westfalia, Alemania. Les permitieron salir de permiso corto de los barracones del campo de entrenamiento, donde los sádicos suboficiales de la “Wehrmacht” les enseñaban a hacer la guerra. Mi padre también era sargento mayor, pero lo había sido en el despreciado ejército de un imperio de cartón piedra... 

Estaba sentado en un banco. Lo atormentaban el hambre y las ganas de fumar, ya que era un gran fumador. Sentía también la nostalgia del hogar. Ahí, en casa,  lo esperaban su joven esposa y un pequeño de poco más de dos años, el aquí presente Vittorio Giorgio, a quien había podido ver poquísimas veces. Delante del banco en el que estaba sentado, desconsolado, había un viejo chalet. Todas sus ventanas estaban con barrotes, no se filtraba de él ninguna luz...

De repente, la puerta se abrió y salió una preciosa niña, obviamente rubia. Atravesó la desierta y oscura  placita y le dio un paquete envuelto en papel elegante y con una cinta dorada. Se lo dio sin decir una palabra, sonriéndole, y se volvió inmediatamente por donde había venido.

Extrañado, mi padre abrió aquel paquete: dentro había un trozo de tarta y dos cigarros. Una bendición para un hambriento, especialmente en una época en la que faltaba tabaco...

Al día siguiente hubo un bombardeo brutal sobre Bielefeld, e incluso los militares italianos del campo de instrucción fueron movilizados para retirar los escombros. El grupo que mandaba mi padre, fue enviado justamente al barrio donde estaba aquel chalet del que había salido la niña. Estaba aquel chalet, digo, porque había sido completamente arrasado.

Apenadísimo, mi padre pidió noticias sobre las víctimas al señor que tenía un quiosco en la plaza, y que había quedado intacto. El hombre trabajaba allí desde siempre. Le dijo a mi padre que ahí no había habido muertos porque desde hacía mucho tiempo el edificio estaba deshabitado. Por eso, a la puerta la habían tapiado y las ventanas sólidamente cerrado con barrotes. Entonces mi padre, que ya hablaba algo de alemán, le dijo que precisamente de aquella puerta tapiada había salido una niña. El quiosquero lo miró como a un loco y le dijo que, entre otras cosas, los propietarios eran muy ancianos y que allí no había habido nunca ningún niño.

Dice mi padre en su manuscrito que “por suerte” guardó el papel en el que la niña envolvió el pequeño y precioso regalo, y la cinta con la que ella lo ató. Mi padre guardó estos objetos por gratitud. Y también los guardó “por suerte” —anota— porque para él ellos fueron la prueba de que no había sido víctima de una ilusión o alucinación, por causa del hambre. 

Por lo demás —recuerda mi padre—, ningún alemán habría tenido nunca un gesto semejante al de la niña: un gesto no sólo de solidaridad, sino también —si quieres— de respeto, confeccionado el paquete a manera de  un regalo. No lo habría hecho aquél para un desgraciado soldado de un ejército improvisado, compuesto por aquellos traidores y cobardes italianos. Éstos —como ya había pasado en 1914— de aliados se habían convertido en enemigos, aunque tan ridículos, porque se dejaron desarmar a millones por un puñado de alemanes...

Mi padre había conocido muy bien aquel desprecio y aquella aversión alemana. Poco antes lo había echado a patadas un panadero al que había pedido un trozo de pan sin tarjeta. Precisamente por eso, mi padre en su manuscrito habla de «un ángel» como la hipótesis más razonable. Habla así, por más que su temperamento era lo más opuesto —esto también lo he heredado de él— a la credulidad y a la mística...

Sea lo que sea, nunca habló de ello. Se guardó para sí aquel pequeño pero significativo secreto. Y sólo en el umbral de los noventa años, “en passant”, dejó huella de él en su manuscrito. 

Este manuscrito lo descubrimos nosotros solos, porque él —por pudor o por el consabido respeto humano— no nos lo indicó. Pero tengo la sospecha de que el recuerdo de aquel hecho lo acompañó secretamente toda su vida, la cual —ya te he dicho— no fue la de un católico practicante, pero sí, estoy seguro, la de un creyente, aunque con total discreción.

Y el «ángel de Bielefeld» debe haber cumplido, secretamente, una función. Me atrevo a pensar que aquella niña rubia, surgida de las tinieblas en el crepúsculo del “Tercer Reich”, lo ha acogido —con la misma sonrisa— más allá de la puerta del tiempo.

(cf. Vittorio Messori con Andrea Tornielli, Por qué creo. Una vida para dar razón de la fe)