Huye de la vanidad y del orgullo. Si poseyeses toda la prudencia, todo el saber de los antiguos, pero si te faltase la humildad, te faltaría todo, y todavía serías el hombre más despreciable de la tierra. 
Confucio 

Un padre salió cierta vez de viaje para París. Al instante de la partida, una hija suya — joven hermosísima, pero en extremo vanidosa y prendada de su hermosura — le pidió que le trajese de la capital de Francia un espejo bien claro, para que pudiese mirarse y remirarse en él. El padre prometió no echar en olvido la súplica. 

Al regreso, entregó a la presuntuosa muchacha un paquete, diciéndole: 

— Ahí tienes el paquete que te prometí. 

Muy gozosa y satisfecha, no tardó la joven en abrir el paquete, y con la sorpresa que es de suponer, halló, en vez de un espejo, una calavera. En su confusión, miró al padre como interrogándole. El padre le dijo con una sonrisa: 

— El aspecto de tu persona hoy en día ya lo sabes claramente, porque de continuo lo ves en tu espejo; en el que te he traído verás tu aspecto cuando la muerte se haya apoderado de ti. En él verás sin rebozo en qué acabarán tus cabellos de oro, tus mejillas de rosa y tus ojos tan brillantes. 

Estas palabras no fueron en vano. Aquella muchacha vanidosa desde aquel día perdió la costumbre de mirarse tan a menudo en el espejo y fue muy dada a obras piadosas.