Considera cómo Dios Nuestro Señor ha ordenado que el que muera en gracia, pero sin haber pagado la pena merecida por sus culpas mortales o veniales, no entre su alma en el cielo hasta pagarla en una cárcel debajo de la tierra, deputada para esto, que llamamos purgatorio, a la cual es llevada por su ángel, luego que sale de este mundo. 
Luis de la Puente 


Viviendo aún San Bernardo había en Claraval un monje tan poco amante de la observancia y en particular de la clausura, que faltaba a ella con frecuencia. Ni es de admirar que entre tantas monedas de oro puro hubiese una con mezcla. Murió este monje, y cuando en presencia de su cadáver decían los otros el Oficio de difuntos, uno de ellos, venerable por sus canas y virtud, sintió la algazara y oyó los gritos de una legión de demonios que, agitándose alrededor del cadáver decía: 

— ¡Menos malo, menos malo!, que al menos hemos podido apresar uno de los que habitan en este maldito valle. 

A la noche siguiente, y cuando ya descansaba el santo anciano, se le apareció el difunto, y con tristísimo semblante y más lúgubre acento le dijo: 

— Pues que sentiste ayer la diabólica algazara que hacían los malignos espíritus de mis penas, ven y verás el terrible tormento a que por mis graves culpas me ha condenado la divina Justicia. 

Y habiéndole conducido a un pozo de grande anchura y desmesurada profundidad, añadió: 

— En este pozo está mi tormento. Aquí es permitido a los demonios arrojarme y volverme a sacar para precipitarme otra vez, sin descansar en esta fatiga y sufriendo tales pasmos y golpes, que preferiría el ser hecho pedazos cien veces por manos de un verdugo a uno solo de estos viajes por medio y manos de los demonios. 

Se despertó el buen viejo a tan formidable aparición, y no dejándole descansar el espanto, se fue a buscar algún alivio al lado de su santo abad, a quien refirió el suceso. San Bernardo le dijo haber sentido el mismo estrépito y tenido la misma visión, causándole tal aflicción, que sólo había podido obtener algún consuelo llorando las culpas del difunto ante el Señor, e implorando para él su misericordia, pues se veía claro que no debían ser ligeras las faltas del monje cuando a tan grave tormento había sido sentenciado. 

El santo abad reunió inmediatamente el capítulo, y referido el caso, tomó de aquí ocasión para hacer una seria y patética amonestación a sus monjes a fin de que redoblasen la vigilancia para no ser apresados en los lazos de Satanás y sus ministros, porque son otros tantos títulos que adquiere para venir un día a sus manos; pues debían tener entendido que eran incomparablemente más astutos y de mucha más eficacia los medios que adoptaba para arruinar a los monjes, que los que empleaba contra el común de los fieles. En seguida recomendó el alma del difunto a sus oraciones y austeridad, y muy particularmente a sus santos Sacrificios, a fin de que aplacada la divina Justicia se dignase usar de misericordia con su hermano difunto, librándole cuanto antes de tan espantoso tormento. 

Concluido el capítulo, todos, según su estado y con diligente caridad, se dedicaron a dar cumplimiento a la voluntad de su santo prelado, en especial los sacerdotes, que a sus ordinarias oraciones y penitencias añadieron el santo Sacrificio, ofreciendo por él buen número de misas de Réquiem, para que la Hostia propiciatoria convirtiese en clemencia la justicia que pesaba sobre el atormentado monje. 

Muy pocos días después quedó el santo anciano bien compensado de la angustia que le causó la aparición, porque de nuevo se volvió a presentar, pero ¡en cuán distinto estado! Alegre y resplandeciente estaba esta vez. Preguntado cómo le iba: 

— ¡Bien! ¡Bien! -respondió-. ¡Gracias infinitas a Dios y a la caridad de mis hermanos! 

Preguntado nuevamente cuál había sido el sufragio que más contribuyera para sacarle de trabajos, en vez de contestar, tomando de la mano al venerable monje, le dijo: “Ven y lo verás”; y conduciéndole a la iglesia, donde a la sazón había algunos sacerdotes celebrando: 

— Estas son las armas con que he sido libertado del poder de los enemigos infernales; ésta es la virtud de la divina Misericordia; ésta es la hostia de salud que borra los pecados del mundo. A tales armas, a tanta misericordia, a la eficacia de esta hostia, no hay nada que pueda resistir, si se exceptúa la obstinación de un corazón perverso. 

Al decir esto, despertó el buen viejo, y fuera de sí por el gozo de que rebosaba su corazón, salió de su celda para participar la buena nueva a los monjes, y particularmente lo que había dicho acerca de la eficacia infinita del santo sacrificio de la Misa; lo que todavía aumentó en ellos la grande idea que la fe y doctrina de la santa Madre Iglesia nos dan del tesoro inestimable que nos dejó en él la caridad infinita de nuestro Redentor. 

Fuente: Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 147-149.