El escritor Aurelius relata cómo un sacerdote pagano, de nombre Macario, admitió de huésped en su casa a un forastero y lo degolló mientras dormía, ante los ojos de los hijos del sacerdote, niños de corta edad. Se imaginaba el sacerdote, y así era la verdad, que los niños nada comprendieron de lo visto. Pero algunos días después, mientras los muchachos estaban jugando el uno dijo al otro: “Vamos a hacer lo que el padre con aquel forastero.” El menor hizo como que se echaba a dormir, y el otro con un cuchillo le degolló. Cuántos males pueden llegarnos por la senda del mal ejemplo!
(Spirago 2, 965, 3° ed.)
El famoso poeta Francisco Grillparzer, fallecido en Viena en 1872 a los 81 años, fue hijo de un abogado. En su juventud era muy piadoso y mostraba gran afición a leer vidas de Santos, no olvidando ninguno de sus deberes religiosos. En su misma casa levantó un pequeño altar, ante el cual rezaba muy devotamente. Su institutriz quedó un día con los ojos llenos de lágrimas viendo piedad tan grande en un jovencito. Empezó éste sus estudios de bachiller, y fue por aquel tiempo que una mudanza muy profunda se operó en su ánimo.
El padre sentaba cierto día a su mesa unos antiguos amigos de la casa. Después de la comida, se reunieron los caballeros solos en un saloncito de fumar, y entre cigarro y cigarro y copita y copita, platicaban muy a su sabor. Curiosidad de rapazuelo, el muchacho se fue junto a la puerta, y estuvo, muy quedo, escuchando la conversación. El padre de Grillparzer, en aquel mismo instante, levantaba su copa y decía:
— ¡A su salud, amigos! Ningún cuidado ensombrezca nuestra alegría de hoy. Nuestro deber es gozar de la vida mientras quede una gota en el vaso. ¡Quién sabe si en el otro mundo estaremos con tanto regocijo!
Y uno de los comensales añadió:
— ¡Quién sabe si hay otra vida, y otro mundo después de éste!
El niño, al oír estas palabras, se sintió como herido por un rayo y abandonó su escondrijo lleno de mucha pesadumbre y el corazón angustiado. Sentía en su inteligencia muy otras ideas, y la duda le roía el alma como una carcoma implacable. Más tarde él mismo declaraba:
— En aquel instante comenzó para mí el período más triste de mi vida.
Su existencia, antes tan piadosa, se trocó en otra bien indiferente y reacia a las cosas de la religión; un desasimiento de los negocios del alma y de la eternidad inundó aquel espíritu. Nunca más vino una oración a sus labios. Y así fue ya para toda su vida. Ni a la hora de la muerte quiso recibir el Santísimo Sacramento. Murió como un descreído y sólo se diferenciaba de los otros incrédulos en que no combatía la religión ni se jactaba de impiedad.
¡Cuántas y cuán grandes son las desdichas que puede reportar el escándalo! Bien nos dijo Jesucristo:
"A cualquiera que haga caer en pecado a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que lo hundieran en lo profundo del mar con una gran piedra de molino atada al cuello" (Mateo 18, 6).
(Spirago 2, 966, 3° ed.)
