La persona chismosa es un terrorista. Lanza una bomba, destruye y se marcha. 
Papa Francisco 

Las calamidades que engendra la calumnia no siempre pueden ser remediadas 



Una pobre viuda, costurera de oficio, mandó a su hijito, algunos días seguidos, a comprar un poco de aguardiente, pues otro de sus hijos tenía un pie algo dañado y mejoraba bañándoselo con aquel líquido. Una señorita de buena familia, que solía dar trabajo a la pobre mujer, viendo al muchacho que pasaba cada mañana con la botella de aguardiente, se decía para sus adentros: 

—Valiente borrachina debe ser la costurera. 

Una tal suposición, bien lejana de toda verdad, la fue contando a todo el mundo. Muy pronto la nueva corrió por el barrio de que la viuda andaba perdida por el aguardiente y que no era digna de la protección que le prestaban tantas personas honradas. Por este juicio prematuro de una señorita atolondrada y algo chismosa, la pobre mujer perdió sus clientes y fue a dar en la más desamparada miseria... 

Andando el tiempo, un domingo por la mañana, en la plazuela de la iglesia, la señorita se sintió movida a compasión por un pobrecito rapaz que pedía limosna a los transeúntes. Se le acercó con ánimo de darle unos céntimos y reconoció al hijo de aquella costurera. 

—¿Qué fue de tu madre? — le preguntó la señorita, condolida de su aspecto miserable. 

—Mi madre —contestó el mocito —no encuentra trabajo en parte alguna. Desde que cundió la patraña de que bebía aguardiente, todas las casas que le procuraban trabajo la desampararon; y todo por un grandísimo yerro, porque mi madre nunca tomó aguardiente, y si yo iba cada día a comprar un poco, era para untar el pie de un hermanito mío. 

La señorita se sentía entonces culpable de las calamidades que afligían a la pobre familia. Hizo que el rapazuelo la condujese ante aquella pobre costurera: la señorita anhelaba ahora poder socorrerla para reparar el gravísimo daño que le ocasionara. Pero en llegando, vieron que la infeliz, que desde algún tiempo padecía una gravísima enfermedad de corazón, había muerto. 

Aquella joven rica, que en él fondo era compasiva y de corazón generoso, adoptó a los huérfanos como hijos propios y procuró darles aquella felicidad que con palabras insensatas quitó a la madre. 

No siempre el calumniador puede remediar la tribulación que engendra. 

Fuente: Francisco Spirago, Catecismo en ejemplos, II. parte, 3° Edición, Editorial Políglota, Barcelona 1940, N° 1085, pgs. 313-314.