San Pablo, el gran profeta, para quien el tiempo no tenía medida, ni el espacio extensión, se creía ya transportado. San Jerónimo, en su gruta de Belén, oía la trompeta del juicio despertando a los muertos y sus cabellos se erizaban de miedo, su carne y sus huesos se estremecían de un temblor indecible. En definitiva, Jesucristo nos dice que meditemos estos grandes misterios porque es seguro que nos sorprenderán y que el momento llegará antes de lo que pensamos.


Al final del siglo XIV, en la España profunda, apareció un personaje extraordinario. Se llamaba Vicente Ferrer. Profeta y taumaturgo desde su juventud, creció ante el asombro universal; el Espíritu de Dios reposaba en él, se adueñó de su corazón y lo inflamó con un celo desconocido después de San Pablo. Se apoderó de su cuerpo, al que mantenía a pesar de su debilidad extrema en medio de las fatigas más devastadoras y las más rudas austeridades. Puso en sus manos el poder de hacer milagros y, por último, abrió sus labios a la palabra más prodigiosamente enérgica que la humanidad ha oído nunca después de San Pablo. 

Ser sobrehumano, aunque fuera hombre, rechazó constantemente las dignidades que el Papa le presionaba a aceptar. Su vida fue una oración, un ayuno, una predicación continuos. Durante veinte años recorrió Europa y durante veinte años Europa vibró, palpitó bajo el calor y la llama de su palabra inspirada. El juicio final era el tema favorito de sus predicaciones. Él mismo anunciaba al mundo que había sido enviado especialmente por el Juez soberano para anunciar la cercanía de los últimos días. 

Estaba un día en Salamanca, ciudad por excelencia de teólogos y de sabios. Un gentío multitudinario se apretaba para escuchar al enviado del cielo. De pronto, elevando la voz en medio de la asamblea dijo: 

—Yo soy el ángel del Apocalipsis que San Juan vio volar en medio del Cielo y gritaba con voz potente: "Pueblos, temed al Señor y glorificadle, porque el día del juicio se acerca". 

En respuesta a estas extrañas palabras, estalló en la asamblea un murmullo indescriptible. Piensan en la locura, en la jactancia, en la impiedad. El enviado de Dios se para un instante, los ojos fijos en el cielo, en una especie de arrebato y éxtasis; después prosigue, y con voz más fuerte exclama de nuevo: 

—Yo soy el ángel del Apocalipsis, el ángel del juicio. 

La agitación y el murmullo aumentan al máximo. 

—Tranquilizaos —les dice el santo—, no os escandalicéis de mis palabras, vais a ver con vuestros propios ojos que yo soy quien digo ser. Id al extremo de la ciudad, a la puerta de San Pablo y encontraréis una mujer muerta; traedla aquí y yo la resucitaré como prueba de lo que San Juan dijo de mí. 

Nuevos gritos y una protesta todavía más grande responden a sus últimas palabras. No obstante, algunos hombres se deciden a ir a la puerta indicada. Efectivamente, encuentran una mujer muerta, la traen y la depositan en medio de la asamblea. 

El apóstol, que no había abandonado ni un instante el lugar elevado desde el que predicaba, se dirigió a la difunta: 

—Mujer —le dice— en nombre de Dios te ordeno que te levantes. 

Inmediatamente la muerta se levanta, envuelta en su mortaja, deja caer el sudario que le cubre el rostro y se muestra llena de vida en medio de la asamblea. Vicente añade entonces: 

—Para el honor de Dios y la salvación de toda esta gente, di, ahora que puedes hablar, si yo soy verdaderamente el ángel del Apocalipsis, encargado de anunciar al mundo la cercanía del juicio final. 

—Tú eres ese ángel —respondió la mujer—, realmente lo eres. 

Para situar este testimonio admirable entre dos milagros, el santo le dice todavía: 

—¿Prefieres seguir viviendo, o quieres volver a morir? 

—De buena gana, querría seguir viviendo —dijo la mujer. 

—Vive, pues —respondió el santo. 

Y en efecto, ella vivió todavía muchos años, testigo viviente, dice un historiador, de un prodigio asombroso y de la más alta misión jamás encomendada a un hombre. 

Charles Arminjon, El fin del mundo y los misterios de la vida futura, 2° Edición, Producciones Gaudete 2010, pgs. 38-40.