En la Edad Media se saludaba a la Virgen María con el título de Rosa (la flor), símbolo de alegría. Las imágenes de la Virgen se adornaban con coronas de rosas y se cantaba a María como “jardín de rosas”, en latín “rosarium” (de ahí el nombre Rosario). El año 1208 la Virgen se aparece a Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la Orden dominicana, le entregó y le enseñó cómo rezar el Rosario. El Santo combatió a la herejía albigense, no con las fuerzas de las armas, sino con la más acendrada fe en la devoción del Santo Rosario. Fue el primero en propagar, junto a sus discípulos, el Rosario por el mundo. 
(Sepp Michaeli O.) 

El docto Cartagena, de la Orden de San Francisco, y otros varios autores refieren que el año 1482, cuando el venerable Padre Diego Sprenger y sus religiosos trabajaban con gran celo para restablecer la devoción y la Cofradía del Santo Rosario en la ciudad de Colonia, dos famosos predicadores, envidiosos de los grandes frutos que los primeros obtenían con esta práctica, trataron de desacreditarla en sus sermones, y como tenían talento y predicamento grandes, disuadieron a muchas personas de inscribirse. 

Uno de estos predicadores, para mejor conseguir su pernicioso intento, preparó expresamente un sermón en domingo. Llegó la hora y el predicador no aparecía: se le esperó, se le buscó y al fin se le encontró muerto, sin haber sido auxiliado por nadie. Persuadido el otro predicador de que este accidente era natural, resolvió suplirle para abolir la Cofradía del Rosario. El día y hora del sermón llegaron, y Dios castigó al predicador con una parálisis que le quitó el movimiento y la palabra. 

Entonces reconoció su falta y la de su compañero, recurrió con el corazón a la Santísima Virgen, prometiéndole predicar por todas partes el Rosario con tanto brío como lo había combatido y rogándole que le devolviese para esto la salud y la palabra. Lo alcanzó de la Santísima Virgen, y, encontrándose súbitamente curado, se levantó como otro Saulo, cambiado de perseguidor en defensor del Santo Rosario. Hizo pública reparación de su falta y predicó con mucho celo y elocuencia las excelencias del Santo Rosario. 

San Luis María Grignion de Montfort, 
El secreto admirable del Santo Rosario, N° 32.