Hay que morir... hay que dar cuenta a Dios... ¿y después? ¿cuál será mi término o destino definitivo? ¿El cielo o el infierno? ¡Cómo se olvidan estas verdades! No seamos viajeros irreflexivos. Caminamos a una eternidad que ha de ser feliz o desdichada, ¡para siempre! Estamos al borde de un precipicio eterno.
Benjamín Martín Sánchez
En Nebraska, América del Norte, ocurrió lo siguiente:
Un joven indujo a su madre a que le cediera el patrimonio antes de tiempo; luego, despiadado, la arrojó de casa. La pobre mujer acudió a un abogado, el cual patrocinó su causa.
Entonces aquel bribón de hijo quiso vengarse hasta del abogado. Y una noche, mientras éste se hallaba fuera, penetró en su habitación con una cesta que contenía una serpiente venenosa. Introducida en el despacho la cesta, la descubrió y la sacudió para hacer salir de ella a la serpiente; y apenas la vio caer al suelo quiso cerrar de prisa la puerta, mas la serpiente, en un abrir y cerrar de ojos, se le echó encima y lo mordió en un brazo y le ciñó fuertemente el cuello. El desgraciado bajaba las escaleras dando aullidos, y al llegar a la calle cayó al suelo y murió.
Poco después volvió a casa el abogado, el cual, al ver en el despacho la cesta vacía, comprendió lo ocurrido y dio gracias a Dios por haber escapado de aquella venganza salvaje.
¡He aquí cómo castiga Dios a los malos hijos! Aquí viene bien aquel proverbio:
«El que ama la trampa, es el primero en caer en ella.»
Mauricio Rufino, Vademécum de ejemplos predicables, Editorial Herder, Barcelona 1962, N° 1415.
