Pero el día del juicio será como en las simas de Myans y al pie de la colina de San Andrés. Todo tendrá lugar con una rapidez y una violencia sin igual: Coeli magno ímpetu transient [los cielos desaparecerán con gran violencia].
En los anales de Saboya se conserva el recuerdo y la tradición de una catástrofe espantosa, que nos da una idea de lo que sucederá cuando Dios abandone al género humano y cuando su divina paciencia se agote sin remedio.
Sucedió hace setecientos años, el 24 de Noviembre de 1248, víspera del día en el que la Iglesia celebra la festividad de Santa Catalina; aquella tarde el tiempo estaba agradable, el aire en calma, las estrellas parpadeaban en el cielo. Todo el valle en el que actualmente se sitúa la ciudad de Chambéry descansaba tranquilo y seguro. Entonces, un personaje impío y perverso dominaba tiránicamente sobre una ciudad desaparecida para siempre, pero que, en aquellos tiempos, era vecina de la ciudad de la que hablo.*
Este personaje había reunido a muchos y alegres invitados. Celebraban con festines y orgías licenciosas la expoliación sacrílega de un monasterio que él había convertido en un lugar profano, después de haber arrojado sin piedad a los monjes y a los huéspedes sagrados que eran sus legítimos dueños. Sin duda, como en los tiempos de Baltasar, la comida era suntuosa y el vino y los licores, mezclados con blasfemias y risas sardónicas, fluían a mares.
De pronto, en un momento, en mitad de la noche, la tierra fue agitada por una violenta sacudida; torbellinos de horribles voces y aullidos de tormenta, que se podían creer emanados de las cavernas del Infierno, parecían sacudir el firmamento y el sol y antes de que los invitados hubieran podido levantarse, antes de que hubieran podido gritar de angustia, fueron sepultados vivos bajo una montaña gigantesca que se derrumbó: una ciudad, cinco aldeas, toda una región habitada por seis mil habitantes, fueron engullidas por el abismo, quedando su rastro marcado en caracteres indelebles en nuestro suelo y cuya memoria legendaria mezclada de espanto permanece imborrable y viva en el espíritu y el recuerdo de nuestras gentes.
Esta imagen, tomada de uno de los acontecimientos más memorables y lúgubres que han tenido por escenario nuestra tierra, es en cierto sentido más viva y más conmovedora que la de Noé y del diluvio.
* Dicha ciudad, floreciente en el siglo XIII, era la ciudad de San Andrés, situada a siete kilómetros de Chambéry. Era el centro del decanato eclesiástico de Saboya. Tenía un priorato y un capítulo, cuyo prior tenía jurisdicción sobre las parroquias del entorno. Entonces sucedió, en el condado de Saboya, que un consejero o abogado del conde, llamado Jacques Bonivard, consiguió, a fuerza de mentiras e intrigas, que el conde de Saboya y el Papa Inocencio IV le adjudicaran el priorato de San Andrés, que le fue entregado en encomienda. Invitó a sus amigos a la toma de posesión y les ofreció un gran banquete y, en medio de la noche, un peñasco de unos ochocientos metros de extensión se desprendió de pronto de una alta montaña llamada monte Granier y aplastó a Bonivard junto a sus amigos, al priorato y a quince o dieciséis lugares o caseríos vecinos, en el espacio de más de una legua. Los monjes del priorato, expulsados violentamente por Bonivard, fueron los únicos que se salvaron; se habían refugiado en la capilla de Notre Dame de Myans, actualmente santuario nacional de Saboya, que debe su celebridad a esta preservación milagrosa. Este enterramiento de cinco parroquias fue tan prodigioso y hundió tan profundamente la tierra que no quedó ningún rastro, sino tan sólo montículos que se levantan aquí y allá y pequeños lagos de agua viva tan profundos que, durante varios siglos, no se han podido sondear.
Charles Arminjon, El fin del mundo y los misterios de la vida futura, 2° Edición, Producciones Gaudete 2010, pgs. 34-35.
