Cada persona recibe de Dios un ángel custodio. Rezar al ángel de la guarda por uno mismo y por otros es bueno y sensato. Los ángeles también se pueden hacer perceptibles por su cuenta en la vida de un cristiano, por ejemplo como portadores de una noticia o como acompañantes que ayudan. La fe no tiene nada que ver con los falsos ángeles del esoterismo.
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Cuán grande es el sentimiento que causan a nuestros amorosos Custodios las caídas en el pecado de sus cliéntulos, y con cuánto cuidado procuran hacerles levantar, se puede inferir claramente de los medios visibles que muchas veces han usado para volverlos al camino de la ley, de que se habían desviado. Sea una prueba lo que pasó con Lifardo, famoso monje cisterciense, según refiere Cesario.
No obstante que había nacido de padres ilustres, por disposición de Dios, y para que se ejercitase en la humildad, le destinó el superior por mucho tiempo a guardar animales inmundos. Algunos años ocupó tal destino, y lo desempeñó como si hubiese nacido para él, edificando a los demás monjes con este grande ejemplo de virtud. Pero por fin el espíritu de soberbia le dio de improviso un fuerte asalto, representándole como una cosa la más indiscreta aquella obediencia, en que se ocupaba tan vilmente, y pintándosela como una mancha no pequeña con que empañaba la nobleza de su nacimiento. Le apretó el demonio de manera que ya resolvía librarse de ella abandonando el hábito y huyendo del claustro. Pero no le olvidó su Ángel en tan inminente peligro.
Viéndole agitado con turbulentos pensamientos de noche en su pequeña y pobre cama, se le presenta él en forma de un respetable personaje, que haciéndole seña con la mano, con mucha autoridad le mandó le siguiese. Obedeció Lifardo, aunque todo congojoso y lleno de temor y espanto. Pasaron la puerta del dormitorio, y la de la iglesia por donde se entraba en el claustro, las cuales se abrieron por sí mismas, con no poco espanto de Lifardo, que no se atrevía a hablar palabra. Mas cuando comenzó a dar vueltas por entre tumbas, y presenció que se abría por sí mismo aquel terreno, ¡ah! la vista de aquellas calaveras, aquel hedor que despedía aquella podredumbre, hizo tal sensación al pobre Lifardo, que pidió al Santo Ángel que tuviese piedad de él, y lo dejase retirarse. Pero a pesar suyo tuvo que pasar adelante, hasta que el celestial guía quiso pararse; y entonces fue cuando le afeó éste su acción, y le reprehendió agriamente su inconstancia.
— También tú — le dijo — serás dentro poco tiempo un puñado de ceniza y un hormiguero de gusanos: mira pues qué ganancia sacarás de dar lugar a la soberbia, y de volver las espaldas a Dios, por no saber tolerar una imaginaria ignominia, con la cual podrías comprarte una inmarcesible gloria.
Lloró Lifardo, pidió perdón, y prometió que no pensaría más en abandonar su vocación. Se serenó entonces el guía: a una nueva seña suya se cerraron las sepulturas, y condujo al arrepentido a su habitación, y al llegar a ella desapareció; y se vio favorecido Lifardo con una viva contrición, y con una grande firmeza en observar lo que había propuesto, y en adelante no se vio molestado más del espíritu maligno.
Pascual de Mattei, La devoción a los santos ángeles custodios, Barcelona 1842, Imprenta de VALENTÍN TORRAS, pgs. 97-99.
