Y es cosa también esto de notable consideración. Para lo cual se ha de entender que por los pecados que hacemos somos dignos de penas y tormentos, en castigo de habernos apartado de Dios y vuéltole las espaldas, por volver la cara a las criaturas perecederas y haber puesto en ellas el corazón. De suerte que aunque se nos haya perdonado toda la culpa, no se suele perdonar toda la pena que por la culpa merecíamos, sino que quedamos deudores de ella, por la cual hemos de satisfacer en esta vida, y si no, Dios tomará de ella satisfacción en el purgatorio, si uno se salva, o la castigará en el infierno, si se condena.
Juan Eusebio Nieremberg
Tenía San Vicente Ferrer una hermana llamada Francisca, y cuyas virtudes la hacían tan amable al santo hermano, como respetable a todos sus conciudadanos de Valencia. Pero el demonio, que contra nadie trabaja más que contra el virtuoso, le armó asechanzas y la envolvió en ellas, como vamos a ver.
Retirada en su casa en una larga ausencia del marido, y conservando sin mancha su buen concepto, un esclavo suyo instigado de Satanás se arrojó a empañar el honor de su honesta señora, dándole a escoger entre el puñal que llevaba en la mano o ceder a su depravado intento...
Inconsolable la señora por la afrenta, pasó cerrada tres días sin tomar bocado; y consultando sólo con el odio implacable que concibió contra el malvado, tomó la desesperada resolución de quitarle la vida con un veneno, como lo hizo.
Aquietada con esto pasaba los días más tranquilos, por juzgar que su honor estaba en parte resarcido. Pero pasado algún tiempo se sintió encinta, y cayó en mayores angustias, y como "Un abismo llama a otro abismo" (Salmo 42,7), se resolvió a cometer, y cometió, el nuevo delito de procurar el aborto.
Ni pararon aquí los males, porque avergonzándose de descubrir en el tribunal de la penitencia el estado de su conciencia, calló todo esto por espacio de algunos años. Todo su anhelo era encontrar algún confesor de quien no fuese conocida; pero era dificultoso tratándose de la hermana de un religioso que tenía lleno el mundo de su nombre. Al fin se le presentó un sacerdote que le pareció forastero y de lejanas tierras; y preguntándole si era confesor, y si quería consolarla oyéndola en confesión, a la respuesta afirmativa del supuesto sacerdote se fueron a una iglesia, donde descargada, no sin muchas lágrimas, su enredada conciencia, se volvió a su casa, aliviada de un peso que la hacía insoportable a sí misma.
No mucho después enfermó y pasó a mejor vida, de modo que su santo hermano, volviendo de Italia a Valencia, su patria, se halló sin la hermana que tanto amaba. Se consolaba en su dolor con la confianza que tenía de que estaría gozando de Dios, como merecían sus virtudes; pero como si presintiera haber algo de siniestro en lo que era objeto de su confianza, deseaba, y pidió al Señor, le diese alguna señal que le tranquilizase.
Celebrando un día el santo sacrificio de la Misa pedía con instancia esta gracia, y arrebatado en espíritu vio una mujer que ardiendo en horribles llamas tenía entre sus manos un niño negro y deforme, al cual despedazaba con furor. Estremecido el Santo la conjuró en nombre de Jesucristo que le dijese quién era, y qué significaba aquella espantosa escena.
***
—Soy —dijo— tu hermana Francisca, condenada a este suplicio por haber cometido... (y refirió lo sucedido); todo lo confesé con buena disposición a uno que se fingió religioso y sacerdote; pero apenas expiré, presentándoseme el demonio, me dijo:
—Eres mía, porque no estás absuelta de tus pecados. Yo soy aquel religioso que te confesó, pero la absolución no vale.
Presentada después al tribunal tremendo de Dios, instaba Satanás para que le fuese adjudicada, y mi ángel custodio, grandemente solícito por mí, saliendo a mi defensa, dijo:
—Señor, esta alma tuvo verdadera contrición de sus pecados, y si no fue absuelta, no fue culpa suya; hizo su deber disponiéndose en buena manera a merecer vuestra clemencia: no permita vuestra piedad que un alma contrita, como fue ésta, salga sin consuelo de vuestra presencia.
Entonces el Salvador, que todo es entrañas de misericordia, usándola conmigo me absolvió de las penas eternas, pero me destinó al Purgatorio hasta el día del Juicio, y aquí en tal tormento estaré si tú, amadísimo hermano mío, no me alivias con tus oraciones. Sobre todo te ruego que celebres por mí las misas de San Gregorio, que no sólo me aliviarán, sino que espero también que el Señor revocará la sentencia de este infinito Purgatorio.
Dicho esto desapareció...
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Considere ahora el lector cuál sería la sorpresa y el dolor al mismo tiempo del Santo. Ignoraba lo que fuesen las misas de San Gregorio; pero el vivísimo deseo de aliviar a la hermana le hizo tan solícito, que no tardando en averiguar lo que fuesen, tampoco dilató un solo día el empezarlas, teniendo el inexplicable consuelo, al concluir la última, de ver a su hermana, que acercándosele gloriosa y acompañada de ángeles, después de darle entrañables gracias, subió triunfante al cielo.
Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 204-206.
