La misericordia existe, pero si tú no quieres
recibirla… Si no te reconoces pecador quiere decir que no la quieres recibir,
quiere decir que no sientes la necesidad.
Papa Francisco
El rey de Francia Enrique IV quería en gran
manera al príncipe de Biron y le tenía en mucho por el valor y buen ánimo de
que diera prueba en toda ocasión.
Cierta vez, creyendo el príncipe haber sido
tratado injustamente por el rey, se enzarzó en una correspondencia con los
enemigos del monarca. Quiso el azar que aquellas cartas, dirigidas al rey de
España y al duque de Saboya, fueran apresadas y presentadas a Enrique, quien de
puro sorprendido no atinaba a creer en la verdad de la traición de su predilecto.
Rendido al fin a las pruebas incontestables, llamó ante sí al príncipe y
tomándole la mano con aire de mucho aprecio y afecto, le dijo:
—Querido príncipe, conozco sus maquinaciones de
usted. Si confiesa de plano sus delitos, sale usted de aquí perdonado. Empeño en ello mi honor.
El infiel príncipe, que no conocía la
magnanimidad del soberano, negó obstinadamente las imputaciones que se le
hacían. A esta razón, se indignó el rey con la tenacidad y dureza de su antiguo
favorito de persistir en el error. Echó mano a las cartas que llevaba
escondidas. Y luego de mostrarlas al de Biron, le condenó a muerte.
Igual condición que este rey de Francia pone
Dios para perdonar nuestras culpas. Si las confesamos por entero y con el
corazón contrito a su representante, o sea al sacerdote, todas nos serán
perdonadas; castigadas, empero, severamente si nos resistimos con orgullo a
declararlas.
(Spirago 4, 1732, 2da Edición)