Admiraba el Confesor la Grandeza de la Misericordia de Dios
Catecismo de la Iglesia número 1446 enseña:
Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial.
El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como "la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia."
(Concilio de Trento: DS 1542; cf. Tertuliano, De paenitentia 4, 2).
Una mujer de mala vida
atravesaba un día una iglesia para abreviar su camino. Vio un gran número de
personas que entraban apresuradamente y que parecían aguardar alguna cosa
extraordinaria.
Curiosa de saber lo que iba a
pasar, tomó lugar como los demás. Y aumentando la muchedumbre, bien pronto se
halló rodeada de tal modo que le fue imposible pensar en retirarse.
Algún tiempo después un
misionero subió al púlpito. Predicó sobre la bondad de Dios para con los
pecadores. Repitió muchas veces estas palabras:
—Para todos los pecados hay
misericordia, mientras que uno se arrepienta de ellos.
Esta mujer lo había escuchado
todo con atención. Se fijó particularmente en las palabras que la habían
impresionado más. Luego que el discurso fue concluido, se abrió paso entre la
multitud. Se acercó al predicador en el momento en que bajaba del púlpito y
preguntó:
—¿Es verdad, padre mío —le
dijo—, que hay para todo pecado misericordia?
—Nada más cierto —le
respondió—, Dios perdona a los pecadores mientras que se arrepientan.
—Pero —replicó esta mujer— hay
pecadores de todas especies. ¿Perdona Dios a todos indistintamente?
—Sí —dijo el
predicador—, mientras que detesten sus pecados, Dios los perdona a todos
indistintamente.
—¿Me perdonará a mí —respondió
ella— que hace quince años que cometo los más enormes pecados?
—Sin duda —añadió el
misionero—, perdonará a usted si se arrepiente de ellos, y si deja de
cometerlos.
—Si es así —continuó ella—,
ruego a usted tenga la bondad de oírme en confesión y de darme tiempo.
—Puedo hoy mismo oír a usted.
Prepárese, en un instante vuelvo aquí.
El misionero le indicó su
confesionario. Y volvió algún tiempo después para oírla. No concluyó hasta la
noche su confesión. Duró muchas horas. Y antes de retirarse, dijo a su
confesor:
—Padre, yo no puedo volver a
mi casa, sobre todo a estas horas, sin exponerme al peligro de caer de nuevo en
mis pecados. ¿Podría usted procurarme un asilo para la noche?
Le manifestó el misionero que
difícilmente podría hacerlo. Entonces esta mujer tomó la resolución de quedarse
en la iglesia hasta que fuera de día.
Al día siguiente por la mañana
la hallaron sin vida en una capilla dedicada a la santísima Virgen. Estaba
arrodillada, la cara postrada contra tierra. Y se vio el pavimento inundado de
las lágrimas que la penitente había derramado. Había llorado tan amargamente
sus pecados, que había muerto de dolor.
Lo llamaron al misionero. Él
la reconoció a la difunta ser aquella que se había confesado el día antes por
la noche. Y admiró la grandeza de la misericordia de
Dios.