Un tirolés, de
regreso de caza, entró en un mesón y encargó una buena comida. A poco comenzó
la muchacha a servírsela. Antes de probar bocado, el buen hombre bendijo la
mesa con una breve oración e hizo la señal de la cruz muy devotamente. En la
mesa contigua estaba comiendo un grupo de viajeros, excursionistas y trepadores de montañas. Se
rieron de la devoción del tirolés y le zaherían. Decían en alta voz, para que
lo oyese, toda suerte de burlas y necedades. Uno de los alpinistas, más
atrevido que los demás, dijo al cazador con tono de sorna:
—Aquí en el Tirol, ¿es costumbre de todos bendecir con oraciones la comida?
El tirolés le
respondió con donaire poco común:
—Son muchos los
que tienen por hábito hacerlo. Pero en verdad, no todos, pues nunca vi que los
cerdos lo hicieran. Ellos no saben lo que es rezar, porque no tienen alma inmortal. Comen sin pararse en
ceremonias.
La lección fue
merecida. Los graciosos viajeros quedaron tan confusos, que no se volvió a oír
risa alguna. El buen tirolés quiso decir con sus palabras:
Quien se sienta a
comer sin acordarse del que le dispensa aquel sustento, se pone al nivel de los
brutos. Ellos devoran la comida que se les da, sin atinar, de suyo desprovistos de
inteligencia racional, en muestras de agradecimiento hacia quien les hizo
merced de ella. Con expresión ruda, pero exacta, dice Albano Stolz:
"Los que no rezan,
pertenecen al estamento de los brutos."
Y al contrario, en
hermosa frase, nos define Ernst Moritz Arndt la noble condición del
hombre:
"¿Qué es un hombre? Aquel ser que puede rezar."
(Anónimo)
