Cuando hayas comido y estés satisfecho, alaba al Señor tu Dios por la buena tierra que te ha dado.

(Deuteronomio 8,10) 


Un tirolés, de regreso de caza, entró en un mesón y encargó una buena comida. A poco comenzó la muchacha a servírsela. Antes de probar bocado, el buen hombre bendijo la mesa con una breve oración e hizo la señal de la cruz muy devotamente. En la mesa contigua estaba comiendo un grupo de viajeros, excursionistas y trepadores de montañas. Se rieron de la devoción del tirolés y le zaherían. Decían en alta voz, para que lo oyese, toda suerte de burlas y necedades. Uno de los alpinistas, más atrevido que los demás, dijo al cazador con tono de sorna: 

 

—Aquí en el Tirol, ¿es costumbre de todos bendecir con oraciones la comida? 

 

El tirolés le respondió con donaire poco común: 

 

—Son muchos los que tienen por hábito hacerlo. Pero en verdad, no todos, pues nunca vi que los cerdos lo hicieran. Ellos no saben lo que es rezar, porque no tienen alma inmortal. Comen sin pararse en ceremonias. 

 

La lección fue merecida. Los graciosos viajeros quedaron tan confusos, que no se volvió a oír risa alguna. El buen tirolés quiso decir con sus palabras: 

 

Quien se sienta a comer sin acordarse del que le dispensa aquel sustento, se pone al nivel de los brutos. Ellos devoran la comida que se les da, sin atinar, de suyo desprovistos de inteligencia racional, en muestras de agradecimiento hacia quien les hizo merced de ella. Con expresión ruda, pero exacta, dice Albano Stolz: 

 

"Los que no rezan, pertenecen al estamento de los brutos." 

 

Y al contrario, en hermosa frase, nos define Ernst Moritz Arndt la noble condición del hombre: 

 

"¿Qué es un hombre? Aquel ser que puede rezar."


(Anónimo)