Considera que como enseña la Fe, las almas que salen de esta vida en gracia de Dios, no habiendo satisfecho enteramente las deudas de sus pecados, son condenadas en el tribunal de Dios a satisfacerlas en el purgatorio, más o menos conforme a lo que pecaron y a la penitencia que hicieron (...) y saca desde luego resolución firmísima de satisfacer por tus culpas, y no dejarlo para el purgatorio, donde será más grave una hora sola de pena, que aquí cien años de penitencia amarga. 
Padre Alonso de Andrade, S.J 

A San Corpreo, obispo irlandés, orando éste una tarde después de Vísperas se le presentó un hombre que era un verdadero espectro, porque a lo brusco y pálido de su semblante se juntaba lo muy extravagante del vestido, que consistía en la camisa con una sola manga, y en un cerco ardiendo que le ceñía el cuello. Lo preguntó el Santo quién era, y respondió: 

— Soy un alma del purgatorio. 

— ¿Y por qué tenéis tan malas trazas? 

— Las culpas —contestó— que cometí en vida piden una pena correspondiente, y por esto me veis reducido a tal desventura; que aunque me veis así, debéis saber que soy Malaquías, el que siendo poco hace rey de Irlanda tuvo comodidad y tiempo para hacer muchas obras buenas, y no las hizo. 

— ¿Y cuál es lo malo que hicisteis? — replicó el santo. 

— Que no quise —dijo el espectro— obedecer a mi confesor, pues lejos de ello pretendí y alcancé de él que fuese condescendiente a mi desarreglada voluntad, y en premio le regalé un anillo de oro, que es justamente la causa de que me veáis con este aro de hierro candente al cuello, atormentándome de un modo que no sabré explicaros, y sujetándome de manera que no puedo socorrer de modo alguno al confesor, que está conmigo, y lleva asimismo otro hierro como el mío, pero que por ser más ardiente le atormenta mucho más, y le sujeta para no poderme auxiliar. 

Maravillado el obispo de la exacta proporción que había entre la culpa y la pena, entró en deseo de saber a qué culpa correspondería el andrajo de que iba cubierto, y a la pregunta que sobre ello le hizo, respondió: 

— La divina Justicia premia o castiga según la calidad de las obras. Una vez entre otras se me acercó un pobre a pedirme un socorro, y yo le remití a la reina para que le socorriese; pero ella, que no era más caritativa que yo, no encontró en su guardarropa otra cosa que darle fuera de esta camisa que veis, y que yo llevo ahora para mi tormento y confusión. 

— ¿Y por que venís aquí ahora? — preguntó de nuevo el obispo. 

— Porque así debe ser la voluntad de Dios —le contestó—. Los demonios me traen y me llevan por estos aires, agitándome de una manera tan penosa que no sabré explicaros; sólo os diré que pasándome por aquí a tiempo que vos con vuestros canónigos cantabais en el coro, los demonios, que detestan las divinas alabanzas, me soltaron, huyendo con precipitación, y encontrándome tan cerca de vos me he atrevido a acercarme para suplicaros intercedáis ante Dios por mí. ¡Ay de mí, —exclamó al decir esto—, que vuelven para llevarme al lugar del tormento! Venid, venid conmigo, que antes os haré ver el lugar donde escondí, durante el sitio que tuve puesto a Dublín, una suma considerable de oro y plata. 

— Mi tesoro —contestó el santo obispo— está en el cielo: no quiero ser rico con estas ni otras riquezas: estad seguro de que rogaré y haré rogar por vuestro descanso. 

Y dicho esto, desapareció el espectro, exclamando: 

— ¡Ay, ay del que no obra bien mientras puede! 

El obispo, reuniendo los doce canónigos de que a la sazón constaba el cabildo, les refirió puntualmente el suceso, y acordando dedicarse al socorro de ambos con todo genero de sufragios, convinieron al mismo tiempo en que el obispo rogase más particularmente por el rey, mientras el cabildo lo hacía por el confesor. 

Al cabo de seis meses en que sin interrupción se ofrecían ayunos y oraciones por el descanso de ambos, se apareció de nuevo el rey, en parte resplandeciente y alegre, y en parte triste y obscuro, y preguntándole el obispo cómo se hallaba, respondió: 

— Muy aliviado, pero todavía padezco mucho, y mi pena se parece a la que sufriría uno que puesto en pie sobre una altísima columna, hubiese de sufrir allí todo el rigor del frío y del calor alternativamente y sin descanso alguno. 

Finalmente, concluido el año, se apareció por tercera vez el alma de Malaquías resplandeciente como el sol, y con regocijado y amabilísimo semblante dijo al santo obispo: 

— En este instante, y por vuestros eficaces ruegos y sufragios, salgo del purgatorio y marcho al paraíso: el confesor sale mañana. 

— ¿Y por que no sale con vos? — preguntó el obispo. 

— Porque vuestras oraciones —contestó— son más eficaces, por vuestro carácter de prelado, que las de todos los canónigos juntos, que sólo son ministros inferiores de la Iglesia. 

Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 222-225.