No hay sonido más agradable a los oídos de la divina clemencia que el de una voz que pide misericordia. Así es que promete oír al que clama ante ella, librarle de penas e introducirle en su gloria. "Si me invoca, yo le responderé, y en la angustia estaré junto a él, lo salvaré, le rendiré honores" (Salmo 91,15). Y por esto ha dispuesto que las almas, no pudiendo clamar con mérito por sí mismas, clamen por medio de los siervos de Dios, como hemos visto ya repetidas veces... 


El padre Santiago Rem, cuya ordinaria residencia era en Ingolstadt, oraba día y noche para aliviar a las afligidas almas, pues unía a sus apostólicas virtudes la de una caridad ardiente para con ellas. Estas a su vez, bien sabedoras de la eficacia de sus oraciones, se le presentaban con frecuencia pidiéndole con humildes súplicas las tuviese presentes en sus oraciones. Y no sólo de día, sino también por la noche se acercaban a su cama, y si no despertaba con el suave murmullo que desde luego hacían, empleaban otro medio más eficaz, llamándole con voz alta, porque sabían que lejos de molestarle se complacía de que acudiesen a llamarle a la oración, que para ellas era un tesoro. 

Testificaron también varias personas del colegio y de la ciudad haber oído gritos en el cementerio pidiendo socorro e invocando en especial el auxilio del padre Santiago, a quien llamaban por su nombre diciendo: 

“¡Compadeceos, padre Santiago, compadeceos de las que sufren estas atrocísimas penas!” 

Y esto prueba en verdad cuán eficaces eran sus oraciones para aliviarlas, máxime si interponía la intercesión de la Santísima Virgen, de la que era tan devoto que podía decirse era su amor en la tierra. ¡Tales y tantos eran los obsequios que cotidianamente la hacía! 

Se refiere entre las muchas apariciones de ánimas la que le hizo el padre Francisco Astense, que pasado algún tiempo de su muerte se le presentó como a su bienhechor; y preguntándole dónde y en qué estado se hallaba, le contestó: 

“En un gozo inefable.” 

De lo que (dice el historiador) recibió tanto contento, que nunca lo traía a la memoria sin que su corazón se sintiese anegado de dulce y celestial consuelo. 

Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945,pgs. 231-232.