Aunque a uno se le perdona la ofensa que ha hecho a Dios, no por eso se le perdona toda la pena que de allí nació, y debe pagar. Y así ha de irla pagando con santas obras de penitencia, limosna y oración, y otras, y con llevar en paciencia las calamidades, enfermedades, dolores y otros trabajos que Dios le envía. De modo que no hay obra ninguna, ni trabajo llevado en paciencia, que no pueda satisfacer para que no lo paguemos en la otra vida, donde se paga con incomparable más rigor de tormentos que en ésta.
Juan Esusebio Nieremberg 

Meister von San Vitale
in Ravenna, Abraham
ofreciendo hospitalidad
a los ángeles

Leemos en la historia de los Padres Agustinos Descalzos que el padre Hilarión de San Antonio presidía la construcción del convento de Santa María en Aversa, y al intento habitaba en un hospicio no muy distante y próximo asimismo a una iglesia de San Francisco donde acostumbraba celebrar. Quiso una vez ayudarle a misa un buen hombre llamado Juan Bautista, el cual comulgó en ella en sufragio de las ánimas, que era también la intención del padre Hilarión. Concluida la misa, convidó el padre a su ayudante a comer con él, y habiendo aceptado compareció a hora competente en el hospicio. 

Al entrar en él halló en el patio a un joven de bello aspecto y bien vestido, el cual preguntaba por el padre Hilarión porque tenía algo importante que comunicarle. El procurador de la misma fábrica (que tal era entonces la incumbencia del Juan Bautista), dio el recado al mismo padre Hilarión, pero éste se excusó de admitirle a pretexto de hallarse ocupado. Insistió el joven, y el religioso le admitió al fin, quedando no poco sorprendido del negocio importante con que venía, pues se reducía a suplicarle le diese algo de comer porque aún estaba en ayunas. Le dijo tuviese a bien esperar algunos minutos mientras iba a procurarse algo que darle. Acudió desde luego a la cesta del pan, y viniéndole a la mano uno muy blanco y bien cocido; pareciéndole demasiado bueno lo apartó para su mesa; pero sintió que su corazón le reprendía diciendo: 

—¿Y por qué no ha de ser éste? Sea éste enhorabuena — se dijo a si mismo —, que al fin el tal joven... ¿quién sabe quién será? Él ha entrado a puerta cerrada... 

Y diciendo esto, preparó un canastillo, donde poniendo el pan y parte de la comida con que iba a obsequiar a su huésped, se lo hizo entregar con la súplica de que le perdonase, pues si no le socorría según su mérito, culpa era de su pobreza. 

Se pusieron a comer el padre Hilarión y el buen Juan Bautista, discurriendo, como era natural, sobre la aventura del joven, pues les llamaba sobremanera la atención la gracia y buen porte de la persona, y sobre todo haberle hallado en el claustro sin que nadie le abriera la puerta. 

—¿Quién sabe —decía el padre —si era un ángel? 

—¿Y por qué no ha de ser — replicaba el compañero —alguna alma del purgatorio, ya que la misa que ha dicho usted reverendo y la comunión que yo he hecho todo ha sido en sufragio suyo? 

Concluida la comida, fue el procurador a darle el buen provecho; y levantándose el joven al verle, dijo: 

—Hermano mío, demos gracias a Dios por el sustento que nos ha dado, y añadamos un Padre nuestro y Ave María en sufragio de las almas del purgatorio. 

Lo hicieron así arrodillados, y al ponerse de pie, tomando la mano al procurador, le dice: 

—Id ahora mismo al padre Hilarión, y decidle que su padre no necesita más sufragios, que sube al ciclo. 

Y diciendo esto, brilló y desapareció como un relámpago. 

Sorprendido el buen hombre, de terror gritó llamando al padre, y acudiendo éste prontamente le encontró postrado en el suelo, no de otro modo que acaeció a los dos Tobías, los cuales al apartarse de ellos el Arcángel San Rafael, "se turbaron ambos y cayeron sobre sus rostros, llenos de terror" (Tobías, 12, 16). 

Vuelto en sí después de algún tiempo refirió lo ocurrido, y ambos se confirmaron en que atendidas todas las circunstancias, y principalmente el haber querido el misterioso joven que se rezase un Padrenuestro y Avemaria por las ánimas, y por último acabar con el feliz anuncio para el padre Hilarión, se confirmaron, en que era un alma que entonces salía del purgatorio, si es que no era la de su mismo padre. 

Ello es que el religioso sintió grandísimo consuelo con lo sucedido, y mucho más cuando los platos en que comió el joven no sólo parecían después de mejor calidad, sino que habiendo suministrado en uno de ellos una medicina a un hijo moribundo de los fundadores del convento, recuperó la salud repentinamente. Así manifestó el Señor cuán grata le había sido la limosna que en ellos y por amor suyo había hecho el buen religioso. 

Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 241-244.