La doctrina que enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los fieles
Beato Pío IX, Papa
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| Iglesia parroquial INMACULADA CONCEPCIÓN, Concepción de la Sierra, Misiones, Argentina |
«Mademisello, boulet aoué la bountat de me disé que es, s’il bou plan?» (Señorita, tendría la bondad de decirme quien es, por favor?)
Pero la ≪frase bonita≫ era demasiado complicada. Bernadette se liaba, tropezó y dijo voluntad (boulentat) en lugar de bondad (bountat), dos palabras que era incapaz de distinguir. La más larga le parecía más educada.
La ≪señorita≫ de luz sonrió de nuevo. Se estaba burlando, como decía el párroco? No... había tanta amabilidad y tanta bondad en su mirada.
Tenía que volver a empezar.
«Boulet aoué la boulentat de disé...»
La sonrisa de Aqueró se hizo aun más amplia. Se echo a reír, pero esta vez Bernadette no iba a renunciar.
«Boulet aoué la boulentat!», suplicó una vez más. Silencio... Pero Bernadette estaba decidida y nada la detendría ya. Lo repetiría diez veces si hacía falta, ya que la ≪señorita≫ no mostraba enfado.
No fue necesario llegar a tanto. A la cuarta ocasión Aqueró dejó de reír. Cambió el rosario, llevándoselo al brazo derecho. Sus manos se separaron, y las extendió con las palmas hacia el suelo. De aquel gesto tan sencillo emanaba majestad; su silueta de niña adquirió grandeza; su juventud, un peso de eternidad. Con un movimiento acompasado, juntó luego las manos a la altura del pecho, levantó los ojos al cielo y dijo:
«Que soy era Immaculada Councepciou.»
Hacía cerca de una hora que había empezado la aparición. El semblante de Bernadette recuperó el color. En la claridad del nuevo día, se incorporó, alegre, desbordante de acción de gracias, más allá de toda reflexión.
Entonces sintió deseos de dejar algo en señal de reconocimiento antes de abandonar la gruta. Desgraciadamente, no tenía nada y no era posible dejar el corazón. Miró el cirio, que descubrió entre sus manos, todavía sin apagar. Y si lo ponía junto a los otros que ardían bajo la bóveda? Había muchos: todos los agujeros de la plancha instalada el sábado por Tarbes ya estaban ocupados: parecía un bosque chisporroteante y crepitante por el soplo de chimenea que aspiraban las misteriosas cavidades de la gruta. Pero el que ella sostenía no le pertenecía: era el cirio de congregante de tía Lucile. Con medias palabras, ésta le dio a entender que comprendía su deseo y que lo aprobaba. Con sus diestras manos, Bernadette lo encajó entre unas piedras, bajo la cavidad, de donde por fin había brotado la respuesta.
«Que t'a dit? Que t'a dit?» (Que te ha dicho? Que te ha dicho?)
De todas partes empezaron a arreciar las preguntas devolviéndola así a los problemas, durante un momento desvanecidos. Hacía apenas un momento estaba escuchando las palabras tan maravillosas y transparentes de la muchacha... Bernadette comprendió de golpe que aquellas palabras, que nunca antes había oído, eran en realidad difíciles, complicadas... que ni siquiera, a decir verdad, las comprendía, lo mismo que las palabras que oía en clase... sobre todo la segunda. ¿Como era? Con-che-sión... ¿Cunchet-sió? Sentía que iba a olvidarse de su ≪recado≫, igual que el día de la procesión... y además que ese día había otro. Aquero Immaculada seguía pidiendo la capilla.
Rápido, había que irse, recogerse. Bernadette se aferro a los jirones de la segunda palabra, que ya se le estaba olvidando, y emprendió la carrera repitiendo en voz baja:
«Immaculada Coun...-chet-siou, Immaculada Coun...- chet-siou.»
Hizo una señal a su tía, indicándole que la acompañara a la casa parroquial. Los curiosos se resignaron, respetuosos y algo decepcionados, al no recibir respuesta a sus preguntas. Empezaban a habituarse a su mutismo y a su testarudez. ¿Otro secreto? ¿Y todo iba a quedar en suspenso como el 4 de marzo?
Sin embargo, algunas mujeres se decidieron a seguirla: Julie Garros, Ursule Nicolau y algunas más. Entre ellas, siguiéndolas muy de cerca, estaba Jeanne-Marie Tourré, de doce años, que espiaba en los labios de la vidente las extrañas palabras que ésta iba repitiendo a media voz.
El cielo estaba más claro. Por detrás del reducido grupo, se desvanecían las últimas estrellas. Enfrente, el castillo encaramado en lo alto en pleno cielo recortaba en la claridad del nuevo día una sombra chinesca calada de curiosas transparencias. El sol asomaba por la ladera...
Ursule Nicolau, a la cabeza del grupo, se adelantó hasta alcanzar a Bernadette, la tomó del brazo sin dejar de caminar y la abrazó, al tiempo que le preguntaba en voz muy baja:
— Sabes algo?
Bernadette se echó a reír. Ursule advirtió que estaba muy contenta.
— Sabes algo?
— No digos pas, mes que m'a dit: Que soi Immaculada Conceptiou.
(No lo digas, pero me ha dicho esto: Soy la Inmaculada Concepción.)
Ursule corrió a decírselo (con la promesa de que guardaría el secreto) a Eugénie Bayal. Eugénie se lo dijo a su hermana Germaine, que lo repitió (siempre con la promesa de guardar el secreto) a Dominiquette Cazenave.
En casa del párroco
Entretanto, Bernadette subió la calle Baous, cruzó la plaza del Porche y, por último, llegó al callejón sin salida. Y así la vemos subiendo la escalera que llevaba a la casa Lavigne, un enorme y cuadrado edificio de altos tejados abuhardillados. Tranquila porque había conseguido retener las dos palabras que había estado a punto de olvidar, Bernadette se sentía, sin embargo, cada vez más intrigada e incluso algo decepcionada. Lo mismo que todos los demás, a ella le habría gustado tanto creer que la maravillosa Aparición era la Santa Virgen... ¿En cambio, quién era esa ≪Cunchetsiou≫?
Empujó la puerta y lanzó su recado a la cara del párroco, casi a bocajarro.
— ¡Que soy era Immaculada Counchetsiou!
La roca Peyramale vaciló a causa del impacto, cuyo alcance apenas comprendió. La cólera que en los casos difíciles acompañaba en él el ejercicio de la autoridad empezó a funcionar como un mecanismo reflejo bien engrasado. Estuvo a punto de decir ≪!Tú eres la Inmaculada Concepción!≫ o ≪!Pequeña orgullosa!≫ Pero las palabras se atropellaban y se le atascaban antes de pronunciarlas. Por otra parte, Bernadette, dándose cuenta de lo brusco de su frase, repitió con confianza:
— Aqueró ha dicho: Que soy era Immaculada Counhetsiou.
Esta vez el sacerdote se contuvo. Sus palabras fueron elocuentes y desabridas.
— Una dama no puede llevar ese nombre.
Sacó a relucir su teología, los artículos leídos cuatro años atrás, cuando se definió el dogma, los sermones del 8 de diciembre: ≪Veamos, la Virgen fue concebida sin pecado... su concepción es inmaculada... pero ¿cómo puede decirse que ella sea su concepción?≫
— ¡Me estás engañando! —espeto—. Sabes lo que eso quiere decir?
Bernadette sacudió la cabeza tristemente.
— Entonces, ¿cómo puedes decirlo, si no lo has entendido?
— Lo he repetido durante todo el camino.
El arma de su autoridad (aquellos imponentes y fugaces estallidos de ira que esgrimía en favor del ≪bien≫) le abandonó. En el fondo de su corazón y de su pecho notó cómo subía una marejada, que le anegó como cuando era un niño. ¿Estaba enfermo? Lo que anegaba su pecho eran sollozos.
— Ha vuelto a pedir la capilla — murmuró Bernadette ante su silencio.
El párroco hizo acopio de fuerzas para pronunciar la última frase, que le permitiría salvar las apariencias.
— Vuelve a tu casa. Te veré otro día.
(René Laurentin, Lourdes, Relato auténtico de las apariciones, pgs. 239-243.)
