La envidia es un soplo venenoso de la serpiente infernal, por el cual lanza todo su veneno junto, induciendo a gravísimos pecados, oscureciendo la razón, embraveciendo el alma, alterando el cuerpo y pudriendo los huesos (Proverbios 14, 30), y mucho más destruyendo las virtudes fuertes del corazón. Y por otra parte es como enfermedad incurable o muy dificultosa de curar, porque como es vicio infame y de ánimos viles, tenemos vergüenza de manifestarle al médico espiritual, y con cualesquier sucesos, aunque sean contrarios, prósperos o adversos, se ceba y aumenta. 
Luis de la Puente 


En la vida de santa Isabel de Portugal se cuenta un caso escalofriante: 

Tenía la reina un paje muy piadoso y le apreciaba más que a los demás. Esto excitó la envidia de otro muchacho noble, el cual se acercó al rey Dionisio y le dijo que la reina dedicaba todo su cariño al joven hidalgo. 

Los celos cegaron al monarca, quien tramó un plan inicuo. Se dirigió al bosque, donde había un horno de cal, y allí dijo a los obreros que arrojasen al fuego al joven que él les mandaría a la mañana siguiente. Llegó el nuevo día y, llamando el rey al paje envidiado, le ordenó: 

— Ve al horno de cal y di a los hombres que hagan lo que les ordené. 

Fue el joven hacia el bosque, pero oyó una campana que tocaba a misa. Se dirigió al templo, ayudó al sacerdote en el santo sacrificio, pasó algún tiempo y, cuando llegó al horno de cal y comunicó la orden del rey a los obreros, estos le contestaron que ya estaba cumplida. 

El envidioso había sido arrojado al fuego. El rey, impaciente por no tener noticias del primer paje, envió al otro mientras aquel ayudaba a misa, y de ahí se produjo la confusión. Así fue castigado el que, por envidia, había encendido en el corazón del rey el fuego de los celos. 

Mauricio Rufino, Vademécum de ejemplos predicables, Editorial Herder, Barcelona 1962, N° 596.