Fínjanse los tormentos que se quieran, que no igualarán al de estar privado de la visión de Dios.
San Juan Crisóstomo
Acaeció en las islas Canarias en el convento de la Concepción, llamado Nuestra Señora de la Palma. Enfermó gravemente en él el padre Juan de Vía, hombre de muy santa vida, y se dio el cargo de asistirle en su enfermedad a un religioso llamado Asensio, novicio todavía, pero provecto en la exactitud de la observancia religiosa. Le sirvió con la mayor caridad y solicitud, hasta que llegada su hora pasó a mejor vida en mil seiscientos cuarenta y uno, con aquella muerte que el Real Profeta llama:
"Estimada a los ojos del SEÑOR es la muerte de sus santos" (Salmo 116, 15).
El enfermero, después de haber hecho los últimos oficios de caridad con el cadáver, continuando después por algunos días en hacerle la misma caridad, hasta que una tarde en que se ocupaba de la misma buena obra, se vio sorprendido y aún aterrado al principio por la aparición en su celda de un fraile de su Orden, y tan resplandeciente que le deslumbraba. Dos veces consecutivas se dejó ver, pero en escena muda, porque ni dijo nada, ni el novicio, aturdido, se atrevió tampoco a preguntarle cosa alguna. Se presentó al fin la tercera, y animándose un poco le dijo:
—¿A que vienes aquí tantas veces?... Te mando en nombre de Dios que me digas quién eres, y qué es lo que quieres.
—Soy —respondió— vuestro hermano fray Juan de Vía, muy obligado a la caridad con que me servisteis en mi enfermedad; y vengo a haceros saber que me encuentro salvo entre los escogidos de Dios, de lo que veis una prenda en este resplandor que me rodea. Mas por ahora no soy digno de entrar en la gloria a ver a Dios cara a cara, por haberme olvidado, aunque con alguna culpa mía, de decir algunos de los Oficios de Difuntos que prescribe nuestra regla. Y así os ruego encarecidamente, por el amor que vivo y muerto me mostrasteis, y principalmente por él que tenéis a Jesucristo, que procuréis se digan estos Oficios, para que, terminado este penoso destierro pueda entrar en la Patria Celestial.
Y diciendo esto, desapareció. Obsérvese de paso cuánto importa cumplir bien con nuestras respectivas obligaciones, máxime si en ellas se atraviesan sufragios por las ánimas.
No anduvo perezoso fray Asensio. Inmediatamente dio parte al guardián de las tres apariciones y de la urgencia con que fray Juan pedía se rezasen los Oficios de Difuntos omitidos por él. El guardián los repartió entre los religiosos, de manera que dichos muy en breve, en breve también volvió a aparecerse el alma al devoto novicio, y entre luz tan superior a la anterior, cuanto excede la del sol a la de las estrellas. Se le acercó con amabilidad y le dio gracias por el beneficio que le había hecho, protestando que sólo podría corresponderle siendo su constante y fiel abogado en el cielo. Y porque más que nada le habían hecho grande impresión dos personajes que le acompañaban, le manifestó que el de su derecha era el seráfico San Francisco, su santo Patriarca, y el de la izquierda su santo hermano, Bernardino de Sena; que ambos, por haber procurado siempre imitar sus virtudes, habían venido para acogerle e introducirle en el Paraíso.
Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 263-264.