¡Qué bella es la religión, qué admirable y consoladora en sus enseñanzas y en la encantadora oscuridad de sus misterios! Al dejarnos morir a la tierra despojándonos del cuerpo, no deja morir nuestros corazones por la ruptura de las amistades que son su alegría y su sustento.
Charles Arminjon
Entre las revelaciones de cosas tocantes a la otra vida que la divina Providencia se ha dignado hacer para enseñanza de los vivos, creemos ser de los más notables la que se lee en la historia de la canonización de San Bernardino de Sena.
Murió en la diócesis de Nocera un muchacho llamado Blas, de once años de edad, el cual, soltándose las manos mientras se le hacían las exequias, y apretando los puños después de un movimiento convulsivo, terminó con dar un fuerte y lastimoso quejido, quedando en seguida cadáver como antes. Esto no obstante, se le aplicaron los remedios que prescribe el arte para el caso de muerte aparente, como ésta parecía ser. Todo fue en vano hasta el día quinto, en que acudiendo sus padres a la intercesión de San Bernardino, Blas abrió los ojos, conoció y habló a los circunstantes.
Catorce días estuvo inmóvil sin hacer uso de alguno de sus miembros, excepto la lengua, que había de servir los designios de Dios. Refirió, pues, que en la hora y momento de su tránsito se le apareció San Bernardino, de quien había sido devoto, y tomándole de la mano le dijo que tuviese buen ánimo, que no se espantase de lo que iba a ver, que observase bien y procurara conservar en la memoria lo que viese.
Dicho esto, se encontró en presencia del Infierno, donde vio innumerable turba de condenados. Conoció algunos, y de otros muchos el Santo manifestaba el nombre y los méritos. En seguida le hizo notar el castigo adecuado a los hipócritas, a los soberbios, a los avaros, a los lascivos, a los glotones y otros vicios. Y mientras esto observaba, he aquí que se deja ver una gran turba de demonios, arrastrando entre horribles gritos el alma de un compatriota y conocido suyo que expiró en aquel momento y era conducido por inicuo usurero a un lugar donde eran igualmente espantosos el fuego y las tinieblas. Esta visión referida por Blas a un hijo del desdichado usurero, le hizo concebir tal horror a las riquezas heredadas de su padre, que repartiéndolas precipitadamente a los pobres se acogió a vivir con el voto de pobreza, tesoro tan rico de gozo y libertad de espíritu que, el mundo es incapaz de apreciar porque es incapaz de conocerle...
Blas entretanto desfallecía a la vista de aquel espectáculo verdaderamente espantoso; y el Santo, para que cobrase aliento, le condujo a dar una mirada por el paraíso. Las gloriosas legiones de los mártires con palmas en las manos; el Coro purísimo de las vírgenes vestidas de azucena y coronadas de flores; el ejército innumerable de confesores con el distintivo de las virtudes en que más sobresalieron, y los coros de infinitos ángeles que desde luego se ofrecieron a sus ojos, le hicieron olvidar pronto el lugar de donde era trasladado. Pero sobre todo ocupó su alma la vista de la Reina de todos los ángeles y santos, la Madre de Dios a quien las estrellas dan corona, el sol vestido y reflejo el esplendor de la gloria, porque en tanto excede a los Santos en cuanto era Ella superada de la humanidad santísima de su divino Hijo, cuya vista hace, después de Dios, la felicidad de los bienaventurados. Entre estos quiso Bernardino que fijase la atención en su glorioso Patriarca San Francisco, que se dejaba ver luminoso, sobre todo en sus llagas, y rodeado de multitud de religiosos de su Orden, muchos de los cuales habían sido libertados del Purgatorio por su intercesión, y principalmente en el aniversario de su fiesta, día en que la bondad divina, magnífica en premiar a sus siervos, le concede el privilegio de descender a la cárcel del Purgatorio, y sacar algunos de los individuos y bienhechores de su Orden.
Pero vengamos a lo que más hace a nuestro intento. Blas fue llevado en seguida a ver el Purgatorio, y en él la diversidad de penas con que purgan las almas las manchas que en ellas dejaron la variedad de sus pecados, por no haberlos limpiado en vida con las oraciones, limosnas y ayuno, que comprenden todas las obras de penitencia. Conoció algunos de sus parientes y amigos, de los cuales unos eran atormentados con hielo, otros con fuego y otros con diversas penas según la calidad del pecado (...) Viéndole las almas se volvieron hacia él, suplicándole que avisase a sus parientes, domésticos y amigos, de la suerte que les cabía, para que compadecidos unos les moviese la caridad a auxiliarlos, y advertidos otros, entendiesen la responsabilidad que contraían por no cumplir con lo que de justicia debían hacer por aliviarlos en sus tormentos.
Vistas estas cosas volvió en sí el joven al quinto día, y a la hora en que con más fervor le encomendaban sus padres al Santo. Empezó a hablar de todo lo que había visto, y con tal facundia y propiedad cual pudiera desearse en hombre consumado en las sagradas ciencias; por manera que, junto esto a la manifestación que hacía de la conciencia de muchos de los que le oían, no quedó arbitrio para dejar de creerle. Porque a uno decía:
"Tu padre, que murió en tal día, está en el Purgatorio, y se lamenta de que no has cumplido con su voluntad, dando tantas limosnas, haciendo celebrar tal número de Misas y decir tantos Oficios solemnes, como expresamente dejó dispuesto en su testamento".
"Tu hermano -decía a otro- muerto dos meses ha, se queja de tu infidelidad, porque habiéndote dejado heredero (con preferencia a otros) de todos sus bienes, esperaba mejor correspondencia; tú sabes bien que has tenido tiempo y medios para hacer que cumpliesen las disposiciones piadosas que dejó escritas, y apenas te has encargado de la mitad".
Y de este modo iba diciendo a todos y en público cómo estaban de cuentas con el Purgatorio. Y es muy de notar que espontáneamente nada decía de las personas que había visto en el infierno; pero si algún pariente conocido o amigo preguntaba por tales desventurados, lo decía claramente, añadiendo la causa de su condenación.
"En suma, -dice el historiador- satisfacía a todos los que le hacían preguntas sobre el estado de sus respectivos difuntos, manifestando claramente el lugar donde estaban y la causa de la fruición de Dios, de la purgación o de la condenación, según que se hallaban en el Cielo, en el Purgatorio o en el Infierno".
Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio,
Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 270-273.