¡Pobres almas! No tienen más que una pasión, un afán, un deseo, superar el obstáculo que les impide lanzarse hacia Dios, que les llama y les atrae con toda la fuerza de su belleza, de su misericordia y de su amor sin límites. 
Charles Arminjon, El fin del mundo... 

El padre Nicolás Zucchi, de la Compañía de Jesús, ganó en Roma entre otras muchas tres señaladas almas para Dios. Eran éstas tres hermanas de nobilísima sangre, y tan fuertes y conformes de espíritu, que dando un adiós al mundo abrazaron la perfección religiosa. 

A la más joven de ellas se había aficionado un caballero, que se obstinaba en obsequiarla a pesar de que nunca pudo conseguir de ella ni aun una mirada, como correspondía a quien había escogido por esposo a Jesucristo, mas el caballero no por esto dejaba de perseguirla; que así podemos hablar mediante que no cesaba de hacerla pasar billetes para inducirla a que, rompiendo la cárcel del claustro en que se había cerrado, saliese a tomar el aire emponzoñado del mundo. 

Sabido por el padre Zucchi, sintió grande pena, y procuró encomendar a Dios con más fervor que nunca a su hija de confesión, para que le diese el don de la perseverancia. En esto, encontrándose un día con el caballero, después de saludarlo cortésmente le dijo: 

— Os suplico que dejéis en paz a la sierva de Dios; no pretendáis ser rival del Rey del cielo: vuestro cuidado debe ser el de salvar vuestra alma, y no el de discurrir y trabajar por perder la de otro; porque debéis entender que dentro de poco iréis a dar cuenta a Dios. 

El joven se excusó modestamente, y despidiéndose se retiró. Con todo esto no debió enmendarse, porque la amenaza se verificó tan cumplidamente que murió a los quince días, aunque ya arrepentido; y no mucho después, hallándose las tres novicias en oración y a obscuras, como se acostumbra, la menor de ellas sintió que tirándola por tres veces del vestido le decían: 

— Venid al locutorio. 

Ella, sin asustarse, y previa la licencia necesaria, tomó una luz y bajó. Se paseaba un hombre por la parte de afuera, y dirigiéndose a él le preguntó muy animosa si era él quien la llamaba, y qué quería allí a tal hora. El hombre acercándose se desembozó, y sin más se dejó ver en su propia figura, pero atormentado con ciertas cadenas de fuego, de las cuales una le colgaba del cuello, otra le sujetaba los brazos por las muñecas, y otra las piernas por debajo de las rodillas. 

¡Tormento bien adecuado a quien había pretendido encadenar a una esposa de Jesucristo con amor profano! 

En seguida dijo estas palabras: 

— Rogad por mí. 

Y desapareció. 

Fuente: Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 303-304.