Tres descripciones del Prodigio Eucarístico de Bolsena

622.— ¿Por qué se guarda en las Iglesias la Santísima Eucaristía? — La Santísima Eucaristía se guarda en las Iglesias para que allí sea adorada por los fieles y llevada a los enfermos cuando la necesidad lo pidiere. 623.— ¿Se debe adorar la Eucaristía? — La Eucaristía debe ser adorada de todos, porque contiene verdadera, real y sustancialmente al mismo Jesucristo Señor nuestro. 

Catecismo Mayor, Edición de 1973, Capítulo IV.

Relicario del Corporal de Bolsena con la tela manchada de sangre durante el milagro eucarístico, Catedral de Orvieto, Italia


Era la época en que la Alemania, destrozada sin cesar por la guerra desde la muerte del impío Federico II, no había podido todavía elegirse un emperador; y los  competidores, disputándose la corona llevaban la confusión y el desorden a todas las provincias germánicas. Un sacerdote de estas comarcas, distinguido hasta entonces por su piedad y por la práctica de las virtudes sacerdotales, sintió un día vacilar su fe por terribles dudas, especialmente acerca del adorable Sacramento del altar: a cada instante tenía que sufrir nuevos asaltos de  parte del espíritu de tinieblas: 

—Hoc est corpus meum; hic est sanguis meus!

¿Cómo estas palabras tan sencillas y tan cortas, pue­den hacer del pan y del vino, la verdadera carne y la verdadera sangre de Jesucristo!

Tales eran las cuestiones con que el padre de la mentira turbaba esta alma por otra parte muy dedicada al servicio de Dios, llevándole poco a poco a no ver en el sacerdote sino un hombre ordinario, sin considerar el poder augusto que le ha conferido la unción santa: pues el detenerse en la flaqueza del ministro y no elevarse hasta Dios cuyo poder no tiene límites, es exponerse a los más fatales errores.

Mas el pobre sacerdote atormentado de esta manera por la prueba, había recurrido a la oración y pedía al Cielo la luz que le devol­viera la  paz: Dios atendió los gritos de an­gustia de su ministro, y el Sacramento de vida que había sido la ocasión de las maniobras infernales, sirvió luego para la derrota de Satanás.

Hay en la tierra un lugar privilegiado, en el cual brota siempre vivo y puro el manantial de la fe: esta es la ciudad de Pedro a donde debe irse a buscar la verdad. Nuestro afligido sacerdote lo comprendió e hizo voto de visitar el sepulcro de los santos Apóstoles para afirmarse allí en la creencia católica. Después de un largo y penoso viaje, llegó a Bolsena en la provincia de Viterbo, antigua ciudad, que en tiempo de los Romanos se contaba entre las principales ciudades de la región de Toscana, pero que no guarda ya de su pasada grandeza más que las ruinas y los sepulcros. 

Era el mes de diciembre de 1263. Un antiguo templo, dedicado en otros tiempos a Apolo, y desde los primeros siglos consagra­do a la gloriosa virgen Cristina, se recomen­daba a la piedad del peregrino. Y quiso celebrar la santa Misa en el altar en el cual se ve todavía gravado milagrosamente en el mármol, la huella de los pies de la ilustre mártir.

Llegado al momento en que debía partir la Hostia santa, el celebrante tenía el Pan consagrado sobre el cáliz, cuando vio, ¡oh prodigio! que tomaba el aspecto de una carne viva de la cual salía la sangre gota a gota; y no obstante, la parte que tenía entre los dedos conservaba la apariencia del pan, como para testificar (según la observación de San Pedro Damiano con motivo de un hecho semejante), que esta Hostia tan súbitamente cambiada en su forma exterior, era en verdad la que poco antes ocultaba bajo el velo de los accidentes el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. A poco fue tanta la abundancia de la sangre, que enrojeció el corporal con multitud de manchas: muchos purificadores con que el sacerdote trataba de detener este derramamiento misterioso quedaron también empapadas en poco tiempo.

La vista de esta Hostia cambiada en carne y de 1a sangre que corría sin interrupción, llenaron al celebrante de un terror indecible al mismo tiempo que de santa alegría; porque reconocía que Dios acababa de escuchar sus súplicas y respondía a sus dudas de una manera irrefragable. [O sea, que no se puede contradecir o refutar.] Mas para no escandalizar a los fíeles si llegaban a saber el motivo que había determinado este prodigio, quiso tener secreto un acontecimiento tan extraordinario.

Pero no contaba con los designios de Dios que quería por este medio avivar la fe de otras muchos. Así es que al tiempo que doblaba el corporal para disimular las manchas que lo cubrían en gran parte, se multiplicaron las maravillas. En cada una de las gotas que continuaban saliendo de la Hostia, aparecía una figura humana, el rostro adorable del Salvador coronado de espinas, tal como estaba en esa hora de dolor en que Pilatos mostró a Jesús al pueblo sediento de su sangre.

El terror impidió al sacerdote acabar el Santo Sacrificio; pues en estos casos extraordinarios, como enseña Santo  Tomás, puede el cele­brante dispensarse de terminar las funciones sagradas. Envolvió pues en el corporal todo manchado de sangre, la Hostia cambiada en carne, la colocó sobre el cáliz y dejó el altar. Mas la sangre corría en tanta abundancia, que durante el trayecto de la capilla a la sacris­tía cayeron gruesas gotas sobre las piedras del pavimento. Esto fue lo que traicionó al sacerdote, y muy pronto fue conocido el mi­lagro en toda la ciudad.

El Sumo Pontífice residía entonces en Orvieto, a séis millas de Bolsena. El peregrino fue sin tardanza a arrojarse a sus pies. Refirió al Papa Urbano IV las pruebas que había tenido que sufrir en su fe y el milagro provocado por sus dudas. Luego, provisto de la bendición apostólica y libre desde entonces de toda tentación, se dirigió al sepulcro de los santos Apóstoles para dar gracias por el beneficio y cumplir su voto.

El Papa Urbano IV no se mostró indiferente a este prodigio extraordinario. Se hallaban enton­ces en Orvieto dos grandes lumbreras de la Iglesia. Santo Tomás de Aquino y San Buenaventu­ra. Los mandó inmediatamente a Bolsena para que levantaran una información. Y la verdad del mi­lagro fue reconocida. El Pontífice encargó al obispo de Orvieto que fuera a buscar a la iglesia de Santa Cristina la adorable Hostia, el corporal y los otros lienzos ensangrentados. El Papa Urbano en persona, rodeado de los cardenales, del clero y de una multitud inmensa, salió en procesión solemne y vino al encuentro de este precioso tesoro hasta el puente de Rivochiaro, como a un cuarto de milla de la ciudad. Los niños y los jóvenes llevaban palmas y ramas de olivo; cantaban himnos y cánticos al Dios del Sacramento. El Papa se arrodilló para tomar los  venerables Misterios y los llevó como en triunfo hasta la catedral de Santa María de Orvieto.

La costumbre de esta época era, según el decreto de Inocencio III en el IV Concilio de Letrán, en 1215, el conservar las santas reliquias ocultas a las miradas de los fieles. Esta prescripción dic­tada por la prudencia se aplicaba a la Santa Hostia de Bolsena y a otros objetos teñidos con la sangre milagrosa; y Urbano  IV hizo que se observara con  cuidado. Se envolvió la Hostia cambiada en carne en un lienzo blanco muy fino, y se depositó con el corporal y cuatro purificadores manchados de sangre en una bolsa cuadrada bordada de oro y plata; y luego se colocaron estas inestimables reliquias en una cajita sólidamente guarnecida de fierro y provista de sus correspondientes llaves.

En 1338, los fieles quisieran proporcionar a este rico tesoro un relicario de gran precio, que permitiera exponerlo a la veneración pública con la pompa y los honores que le eran debidos. Un artista de fama, Ugolino de Viero, fue el encargado de la ejecución de esta obra maestra, que se admira hoy todavía: es un suntuoso tabernáculo de plata maciza, dorado, enriquecido con valiosos esmaltes y con multitud de adornos y de estatuas de mérito acabado.

cf. Eugenio Couet, Los milagros visibles de la Eucaristía al travez de los tiempos y lugares, Irapuato 1909, págs. 289-294.

He aquí una de las losas de mármol manchada de sangre del Milagro Eucarístico en Bolsena, Italia, año 1253.


El Milagro de Bolsena, por Fray Antonio Corredor García OFM

En la Basílica de Santa Cristina de Bolsena se guardan con celo, desde hace siete siglos, las reliquias menores del milagro de Bolsena —una de las piedras sagradas sobre las cuales se perciben todavía bien visibles grumos de la preciosa Sangre del Redentor—, que han alimentado la piedad de generaciones y generaciones de fieles. 

El hecho eucarístico milagroso acaeció hacia 1264, en una región que fue testigo de las vicisitudes del papado, y va vinculada al nombre de dos de los más poderosos exponentes del pensamiento teológico: Tomás de Aquino y Juan Fidenza, más conocido con el nombre de San Buenaventura. 

Un sacerdote de Praga estaba atormentado por dudas acerca de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Mientras dividía la Hostia santa en la celebración de la Misa, vio el corporal lleno de sangre que brotaba de las sagradas especies. Asombrado y aturdido por tan gran prodigio, le vino la duda de si había de terminar o seguir la Misa. En la esperanza de ocultar a los presentes lo sucedido y con el deseo de pedir ayuda y explicación a la competente autoridad, resolvió suspender la celebración de la Santa Misa. 

Recogió las sagradas especies en paños sagrados y corrió a la sacristía, sin reparar que, en el trayecto, algunas gotas de la preciosísima Sangre habían caído sobre el mármol del pavimento. Esto sucedía en la basílica de Santa Cristina, sobre el altar puesto bajo el baldaquino de mármol lombardo. 

Cuando acaecía este milagro, era ministro general de los franciscanos Juan Fidenza, conocido bajo el nombre de Buenaventura de Bagnorea, ciudad natal del Santo, a pocos kilómetros de Bolsena. Profundo conocedor de los hombres y de los lugares, el Doctor Seráfico fue encargado por el Papa Urbano IV de presidir la comisión de teólogos instituida para controlar la verdad de los hechos. 

Realizado su cometido por la comisión, confirmó la verdad del milagro. Y el Papa ordenó a Jaime Maltraga, obispo de Bolsena, que le llevase a Orvieto, donde tenía su residencia, el sagrado corporal, el purificador y los linos manchados de sangre. Acompañado el Papa de su corte, salió al encuentro de las sagradas reliquias. Y, en el puente de Rivochiero, tomó entre sus manos el sagrado depósito y lo llevó procesionalmente a Orvieto. 

(Prodigios eucarísticos, Apostolado Mariano, Sevilla, págs. 39-40)

El Sagrado Corporal de de Bolsena, por Fray José Coll:

En el año 1264 aconteció en Bolsena, pe­queña ciudad de los Estados Pontificios, otro milagro del cual se habló todavía mucho más que del anterior, y que decidió al Papa Urbano IV a instituir la festividad y procesión solemne del Santísimo Sacramento, de que se estaba tratando hacia ya unos veinte años.

Un sacerdote, mientras estaba celebrando la misa en la iglesia de Santa Cristina, se entretuvo, después de la consagración, en una culpable duda sobre la presencia real. Repentinamente el vino consagrado  toma la forma y el color de la sangre: empieza a hervir, salta por encima de los bordes del cáliz, cubre el corporal de dilatadas manchas de sangre, y cae hasta en los escalones de mármol de la peana del altar... 

El sacerdote asustado echa a correr, refiere lo que acaba de pasar, se acude de todas partes, y averiguado el hecho, corren a prevenir al Soberano Pontífice, que se encontraba a la sazón a poca distancia de allí, en Orvieto. El Papa envió un legado y muchos otros prelados para  asegurarse del he­cho, y una solemne procesión, a la cual asistió el pueblo todo, trajo a la catedral de Orvieto aquel corporal divinamente ensangrentado, que todavía en la actualidad se venera allí, y que es conocido en toda Italia con el nombre del “Sagro Corporale”, hallándose encajado en un magnífico relicario. Las manchas un poco desleídas ya por el tiempo, presentan, si no todas, por lo menos las más grandes, el perfil de la cabeza del Salvador.

Los escalones coloreados por la milagrosa sangre fueron igualmente puestos aparte, y los fieles pueden todavía venerarlos en Bolsena, en la misma iglesia donde tuvo lugar el prodigio.
El gran pintor Rafael escogió el milagro de Bolsena por asunto de uno de sus más bellos frescos de las “Stanzas del Vaticano”.

(El paraíso eucarístico, Santiago 1903, págs. 198-199)