Dos maravillas nos ofrece el siguiente caso: la solicitud amorosa de las ánimas por salvar a un sacerdote devoto suyo, y la conversión de dos hombres desalmados, de cuyas manos le libraron. Con lo primero salvaron la vida temporal de un siervo de Dios, y con lo segundo procuraron la vida eterna a dos hombres perdidos, ya que la protección que dispensaron al primero fue una luz que, iluminando sus corazones, los trajo a mejor camino.
Viajando solo el padre Monaci, clérigo regular, le tomó la noche antes de llegar a una venta [posada] donde trataba de descansar. Devotísimo como era de las ánimas, entre los sufragios que por ellas ofrecía diariamente era uno el rezar una parte del Rosario, lo que aún no había verificado aquel día; pero los peligros que suele haber en las cercanías de tales casas, junto con la soledad y la hora, le pusieron en algún temor, y sacando su rosario empezó a rezarle, para que le sirviese de escudo contra algún mal, caso que pudiera amenazarle.
Ni se equivocó mucho, porque habiéndole observado dos hombres, a quienes sus propios delitos habían alejado de la sociedad, le seguían en medio de la obscuridad hasta que llegase a paraje donde con menos peligro pudieran hacer su oficio de ladrones y asesinos. Pero no mucho antes de llegar, habiéndole perdido de vista mientras doblaba la falda de un montecito, cuando volvieron a verle advirtieron, y no sin susto, que el padre iba escoltado de buen número de soldados. En seguida oyeron una trompeta, con lo que no les quedó duda alguna de que fuese la fuerza del ministro de justicia, cuyo oficio era proteger a los viajeros en los caminos y pasos peligrosos. Así que se alejaron a buen paso.
El padre, entretanto, caminando solo y en realidad sin otra escolta visible que su rosario, llegó a la venta sin tropiezo. A la hora después entraron también los malhechores, cerciorados por sus espías de no haber en ella fuerza alguna. Entablando conversación con el padre, y haciéndola recaer sobre su viaje, le preguntaron qué rumbo había tomado el comisario que le acompañaba. A tal pregunta juzgó el padre que se divertían, o que contenía algún enigma que no podía comprender. Mas insistiendo ellos y protestando que le hablaban con sinceridad, el padre les dijo:
“Que en la ocasión a que se referían nadie absolutamente iba con él; que iba solo, y rezando el rosario en sufragio por las ánimas, para que le librasen de los peligros que a tales horas y en tales parajes suelen ocurrir.”
Les fue entonces forzoso reconocer la milagrosa protección que las ánimas habían dispensado a su devoto, y de manera que la evidencia misma les arrancó la ingenua declaración que hicieron al padre, de las siniestras intenciones que contra él tenían. Y porque cuando el Señor dispensa tan extraordinarios favores no suelen ser limitados a la gracia de reconocer ellos mismos la protección divina en favor de su víctima, añadió la más importante de querer también ser devotos de las ánimas, pero empezando con hacer las paces con el Creador, reconciliándose con él por medio del Santo Sacramento de la Penitencia. Así que haciendo oratorio de una pobre habitación, y confesionario de una silla en que sentado el padre escuchaba al penitente arrodillado y apoyándose en una mala mesilla, fueron uno después de otro vomitando el veneno de sus culpas, y disponiéndose de este modo a ser buenos para sí y buenos para la sociedad, en lugar de ser dos asesinos de ella.
El historiador saca de este suceso una breve y bella moralidad, a saber: que siendo todos viadores que viajamos con destino a la patria celestial, no estamos nunca sin ocultos enemigos, cuales son los infernales, que siempre estudian para ponernos asechanzas, robándonos la gracia y dando muerte al alma con el cebo del pecado. Procuremos, —dice— merecer la protección de las ánimas, porque si son solícitas en defender a sus devotos contra las asechanzas de los enemigos corporales y visibles, lo son mucho más en protegerlos contra los espirituales e invisibles.
Fuente: Carlos Rosignoli SJ, Maravillas de Dios con las almas del purgatorio, Editorial Difusión, Buenos Aires 1945, pgs. 300-302.
