Gayo
Plinio saluda a su amigo Sura: “La falta de ocupaciones me brinda a mí la
oportunidad de aprender y a ti la de enseñarme. De esta forma, me gustaría
muchísimo saber si crees que los fantasmas existen y tienen forma propia, así
como algún tipo de voluntad, o, al contrario, si son sombras vacías e irreales
que toman forma por efecto de nuestro propio miedo.
Había en Atenas
una casa grande y espaciosa, pero de mala fama y peligrosa para vivir en ella.
En medio del silencio de la noche se oía el sonido del hierro y, si escuchabas
más atentamente, el ruido de cadenas, primero lejos, luego más cerca. Después
aparecía un espectro, un anciano extenuado por la delgadez y la suciedad, con
una larga barba y cabellos hirsutos. Llevaba grilletes en las piernas y cadenas
en las manos, que movía al caminar. Por ello los ocupantes pasaban en vela a
causa del miedo unas noches terribles y siniestras. La falta de sueño conducía
a la enfermedad y, al crecer el miedo, a la muerte. Pues, incluso durante el
día, aunque el espectro se había marchado, su imagen permanecía clavada en sus
pupilas y el temor permanecía más tiempo que las causas de ese temor. Por ello
la casa quedó desierta, condenada a la soledad y abandonada por entero al
espectro. Sin embargo fue puesta en venta, por si alguien que no tuviera
conocimiento de tal maldición quisiera comprarla o alquilarla.
Llegó a Atenas el
filósofo Atenodoro y leyó el anuncio. Cuando escuchó el precio, como la baja
cantidad le parecía sospechosa, pregunta y se entera de toda la verdad. Pero a
pesar de ello, mejor diría, precisamente por ello, alquila la casa.
Cuando empezó a
oscurecer, ordena que le sea preparado un lecho en la parte delantera de la
casa. Pide unas tablillas, un estilete y una lámpara. Envía a sus sirvientes al
fondo de la casa. Él mismo se concentra por completo —mente, ojos y manos— en
escribir, para que su mente, al no estar desocupada, no oyera falsos ruidos, ni
se inventara vanos temores. Al principio, como siempre, reina el silencio de la
noche. Después, comienzan a escucharse los golpes sobre hierro y el arrastrar
de cadenas.
Él ni levantaba
los ojos, ni dejaba de escribir. Se concentraba aún más en el trabajo y en
mantener sus oídos sordos. Entonces, el estruendo continuaba creciendo. Se
aproximaba y se oía como si ya estuviera en el umbral, como si ya estuviera
dentro de la habitación.
Levanta la vista.
Mira y reconoce el espectro que le habían descrito. Allí estaba de pie y hacía
señas con un dedo como si le llamara. Atenodoro, por su parte, le hace señas
con la mano de que espere un poco y de nuevo se inclina sobre las tablillas y
el estilete. El espectro mientras tanto hacía resonar sus cadenas por encima de
la cabeza mientras Atenodoro escribía.
De nuevo el
filósofo levantó la vista. Vio que el espectro hacía el mismo signo que antes.
No se detiene más tiempo. Toma la lámpara y le sigue al fantasma. Éste caminaba
con paso lento, como si le pesaran las cadenas. Después que salió al patio de
la casa, desvaneciéndose repentinamente abandonó a su acompañante. Una vez
solo, éste arranca unas hierbas y hojas y las coloca en el lugar como una
señal.
Al día siguiente
se dirige a los magistrados y les pide que ordenen realizar una excavación en
aquel lugar. Se encontraron unos huesos, incrustados y mezclados con las
cadenas, que el cuerpo putrefacto por la acción del tiempo y la humedad de la
tierra había dejado desnudos y consumidos por los grilletes; los huesos fueron
recogidos y se les dio una sepultura pública. En lo sucesivo, la casa se vio
libre de los Manes [almas de los muertos], debidamente sepultados.