¿Entiendes, hermano mio, el único fin para que Dios te ha criado? Te crió para que le conocieses, conociéndole le amases, amándole le sirvieses, y sirviéndole le gozases eternamente. Este debe ser el único fin a que deben dirigirse todas tus pretensiones, el único centro de tus afectos y el objeto que en todo debes proponerte. Pero ¡qué distantes vivimos, Dueño amantísimo, de trabajar para conseguir este tan noble fin! Como si fuesen nuestro centro las criaturas, ellas nos alucinan, ellas nos arrastran y roban nuestros afectos. ¡Ay! ¡de qué me servirán las criaturas todas, si no sé usar de ellas para amaros y serviros? ¿Qué me aprovechará en la hora de la muerte poseer todo cuanto hay en el mundo, si pierdo mi alma? Bien lo conozco, Dios mío, y por tanto a Vos solo quiero amar, a Vos solo servir todos los días de mi vida. Renuncio a todos los afectos del mundo, a sus pompas y vanidades, como Os lo prometí en el santo Bautismo. Para mí todo lo del mundo es nada: solo Vos sois todas las cosas.
Directorio para bien morir, Barcelona 1864, pgs. 78-79.
Que solo en Dios, como en último y dichoso fin, se halla la paz y contento del corazón, lo dio a ver claramente aquel célebre Rolando, lustre de la Universidad de Bolonia primero, y después gloria del Orden de Predicadores. Este, nacido de noble linaje, y criado entre delicias, se resolvió a pasar una vida alegre, sin que hubiese dulce de placeres que no quisiese gustar: los festines, las músicas, los convites, eran sus cotidianas diversiones: mas Dios, que lo quería destetar de los gustos del mundo, mezclándole siempre amarguras y hieles, le hacía probar la verdad de aquel dicho del Sabio: La risa se mezclará con dolor, y el llanto va pisando la ropa al gozo (...) Porque al fin se hallaba su corazón lleno de sinsabores y fatigas, ocasionadas sin saber de donde: sino que tal es la naturaleza de los placeres mundanos, dice San Agustín:
"Los éxitos de este mundo contienen en sí una verdadera amargura [aspereza], una falsa alegría, un cierto [inevitable] dolor e incierto placer" — "Prospera hujus mundi asperitatem habent veram, jucunditatem falsam, certum dolorem, incertam voluptatem" (epístola 36).
Un día se determinó a hartar sus apetitos de placeres, y gastarlo todo en delicias, cuantas podía desear. La mañana pasó en oír suavísimas músicas: al medio día tuvo un convite como de boda, con exquisitos manjares, y variedad grande de sainetes: la tarde empleó en divertidos juegos y alegres festines. De esa suerte, cansado de placeres, pero no satisfecho, a la noche se volvió a su casa, y al quitarse las ricas galas, con que había asistido a las fiestas, sintió que interiormente le corría por las entrañas un pesado humor de melancolía, que parecía quererle ahogar el corazón. De aquí se levantó una profunda consideración de la vanidad del mundo. He aquí (se decía a sí mismo), ¡en qué han venido a parar los placeres de tan alegre día! Yo he gozado hoy cuanto delicioso y ameno sabe dar la tierra, y con todo eso, ¿cómo no me ha satisfecho el corazón? ¿Cómo me veo lleno de fatigas?
"Todas las cosas están gastadas, más de lo que se puede expresar. ¿No se sacia el ojo de ver y el oído no se cansa de escuchar? Lo que fue, eso mismo será; lo que se hizo, eso mismo se hará: ¡no hay nada nuevo bajo el sol!" (Eclesiastés 1, 8-9).
Con estos pensamientos se acostó; pero no pudo conciliar el sueño, porque sin cerrar los ojos se andaba dando vuelcos sobre las delicadas plumas de la cama, como si estuviera sobre agudas espinas. Aun más, revolvía en su ánimo tristes fantasmas, repitiendo dentro de sí mismo:
— Si tan lleno de melancolía me hallo después de un día de los mayores gustos, ¿cómo puedo esperar contento ni alegría en el mundo? ¡Ay, que este corazón no fue criado para los deleites de la tierra, sino para los gozos del cielo! ¡O mundo, qué vanos son tus contentos! ¡Qué desabridos tus gustos! ¡Qué engañosas tus vanidades! Y si son tales cuales la experiencia de este día gastado en tantas delicias muestra a los ojos: ¿qué locura es la tuya, o Rolando, engolfarte en placeres, que en medio de su mayor dulzura amargan tanto tu corazón? ¿Por qué y cómo no te resuelves a volver los ojos y el ánimo a los bienes más sinceros, puros y eternos? Dios te crió para una eterna felicidad; y tú corres perdido, siguiendo unos deleites caducos, que te engañan y hacen traición, aun cuando los gozas.
Semejantes afectos le sugería el espíritu a Rolando; pero el apetito le representaba vivamente los placeres de los sentidos, de que estaba enamorado: que no podría vivir mucho privándose de aquellos solaces a que su naturaleza era tan inclinada: que su delicadeza no era capaz de las austeridades de la vida espiritual: que en la flor de la juventud se debía dar algún desahogo, y permitir desfogar las pasiones juveniles, dejando para la vejez la penitencia. Estos pensamientos, como leña aplicada al fuego, volvían a encender el amor de los deleites sensitivos, hasta que una luz del cielo, infusa en el alma, le hizo claramente conocer la vanidad de las delicias mundanas y la solidez verdadera de los bienes celestiales.
Así, después de haber peleado toda la noche consigo mismo, se resolvió a huir de las tempestades, y acogerse al puerto seguro: al amanecer, levantándose, y aun no bien acabado de vestir, se fue derechamente al convento de santo Domingo. Admitido al claustro, se entró apresuradamente en la sala de capítulo, donde estaba Fr. Reginaldo en consulta con los frailes; y sin otra salutación, arrojándose a sus pies, le pidió con humildes instancias el sagrado hábito.
Cuando Reginaldo vio a sus pies un tan célebre doctor, y oyó la fervorosa petición, lleno todo de dulces lágrimas, acompañadas de la común alegría de los demás, fue con interior impulso movido a recibirlo sin réplica. Antes, no teniendo paciencia para aguardar que el ropero le trajese un hábito, se quitó su propio escapulario, y entonando: Veni Creator Spiritus, vistió al fervoroso novicio. Sucedió en este caso una maravilla, que haciendo señal con una campanilla del capítulo, que apenas se podía oír en el convento, fue oída en toda Bolonia: de donde llevada de no sé qué curiosidad, concurrió mucha gente al convento; y viendo aquel no menos devoto que admirable espectáculo de un doctor de tanta fama, ayer entregado a los placeres del mundo, hoy convertido a los rigores de la religión, fue en todos tal la conmoción, que muchos siguieron su ejemplo, y renunciaron los gustos y delicias del mundo.
Con tal espíritu empezó Rolando su conversión, y a tan alto principio correspondió siempre el tenor de su vida.
Pero lo que hace más a mi propósito es que halló Rolando en Dios aquella alegría y contento de corazón, que en vano había buscado en las criaturas, cuando estaba en el colmo de sus placeres, y en el auge de las honras. Porque llegó a gozar aquel gusto, que trae el corazón verdaderamente espiritual: aquella paz sosegada de que dice san Pablo que vence y se aventaja a todo sentido (...) Probó que ni las músicas, ni los festines, ni los convites llenan ni satisfacen al corazón humano; sino solo los interiores contentos y consolaciones: solo aquellos amorosos tratamientos, con que Dios aun en la tierra, paga lo que se padece por su amor. Dormía más quieto, y con más sosegado sueño sobre un jergón de paja, que antes sobre colchones de delicadas plumas. Los ayunos le sabían mejor que las mesas espléndidas: las penitencias le eran más dulces y más amadas, que todas las delicias y regalos de la vida pasada: y así, algunas veces exclamaba:
— Mi Dios, si tan dulce es padecer por Vos, ¿qué será el gozar de Vos?
Finalmente, de Rolando se puede decir con razón, que si su corazón se pusiera en una prensa para exprimirlo, no se sacaría de él otra quinta esencia, que paz y contento: y que si otra vez se exprimiera, ninguna otra cosa destilaría, sino gozo en el Espíritu Santo (...) A la verdad, él experimentó en todo el curso de su vida, cuán bueno es Dios para los que tienen el corazón derecho (...) Cuán suave es aquel gran Señor a los que no tuercen sus afectos, y los dirigen únicamente a Él, como a su último y felicísimo fin.
Fuente: Carlos Gregorio Rosignoli, Verdades eternas explicadas en lecciones, ordenadas principalmente para los días de los ejercicios espirituales, Tomos 1-2, México 1843, pgs. 28-32.
DESPRECIANDO EL MUNDO, ES DULCE COSA SERVIR A DIOS
Otra vez hablaré, ahora, Señor, y no callaré; diré en los oídos de mi Dios, de mi Señor y de mi Rey que está en el cielo: ¡Oh Señor, cuán alta es la grandeza de tu dulzura, que reservaste para los que te temen! Pues ¿qué serás para los que te aman? ¿Qué serás para los que te sirven de todo corazón? Verdaderamente es inefable la dulzura de tu contemplación, la cual das a los que te aman. En esto has mostrado singularmente la dulcedumbre de tu caridad, que cuando yo no era me criaste; y cuando andaba perdido lejos de ti, me tornaste a ti, para que te sirviese, y me mandaste que te amase.
¡Oh fuente perenne de amor! ¿qué diré de ti? ¿cómo podré olvidarme de ti, que te dignaste acordarte de mí, aún después que yo me perdí y perecí? Has usado con tu siervo, misericordia sobre toda esperanza, y sobre todo merecimiento le diste tu gracia y amistad. ¿Qué te daré yo por esta gracia? Porque no es dado a todos, que dejadas todas las cosas, renuncien al mundo y abracen la vida retirada. ¿Es gran cosa que yo te sirva, a quien toda criatura debe servir? No me debe parecer mucho servirte; antes me parece cosa grande y maravillosa, que tú te dignes recibirme por siervo, a mí tan pobre e indigno, y unirme con tus amados siervos.
Señor, todas las cosas que tengo y con que te sirvo, tuyas son. Mas en verdad, más me sirves tú a mí, que yo a ti. El cielo y la tierra que criaste para el servicio del hombre, están prontos para obedecerte, y hacen cada día todo lo que le mandaste; y esto poco es, pues aún los ángeles ordenaste para servir al hombre. Mas a todas estas cosas excede, que tú mismo te dignaste de servir al hombre, y le prometiste darte a ti mismo.
¿Qué te daré yo por tantos millares de beneficios? ¡Oh si pudiese yo servirte todos los días de mi vida! ¡Oh si pudiese solamente, siquiera un solo día, hacerte algún digno servicio! Verdaderamente tú sólo eres digno de todo servicio, de toda honra y de alabanza eterna. Verdaderamente tú sólo eres mi Señor, y yo miserable siervo tuyo, que estoy obligado a servirte con todas mis fuerzas, y nunca debo cansarme de alabarte. Así lo quiero, así lo deseo, y lo que me falta te ruego que tú lo completes.
Grande honra y gran gloria es servirte, y despreciar todas las cosas por ti. Por cierto grande gracia tendrán los que de toda voluntad se sujetaren a tu santísimo servicio. Hallarán la suavísima consolación del Espíritu Santo los que por amor tuyo despreciaren todo deleite carnal; y alcanzarán gran libertad de corazón los que entran por la senda estrecha por amor tuyo, y por él desechen todo cuidado mundano.
¡Oh agradable y muy alegre servidumbre del Altísimo, con la cual se hace el hombre verdaderamente libre y santo! ¡Oh sagrado estado del ejercicio religioso, que hace al hombre igual a los ángeles, grato a Dios, terrible a los demonios y recomendable a todos los fieles! ¡Oh ejercicio digno de ser abrazado, y siempre apetecido, con el cual se merece el Sumo Bien, y se adquiere el gozo que durará para siempre!
