¿Habrá en el mundo un hombre tan duro de corazón que no se conmueva y se ablande al oír el lamentable suceso de que la tierra fue un día teatro? Era una Madre noble por su nacimiento, santa entre todas por su pureza de vida, que tenía un solo Hijo, el más amable que se puede imaginar, el más inocente, virtuoso y agraciado, que amaba a su Madre con toda la ternura de su corazón, hasta el punto de que, lejos de haberle dado el más pequeño disgusto, siempre le había manifestado sumo respeto, rendida obediencia y ciego amor; y esa Madre había puesto en este Hijo todo su amor. ¿Y qué sucedió después? Este Hijo por envidia de sus enemigos fue acusado falsamente, y aunque el juez conoció y confesó su inocencia, por no disgustarles le condenó a una muerte infame, como ellos la habían pedido. Esta pobre Madre tuvo que sufrir el dolor de verse arrebatar así injustamente a su Hijo en la flor de su juventud con un bárbaro suplicio, porque a fuerza de tormentos le hicieron morir desangrado ante sus ojos públicamente en un infame patíbulo. - ¿Qué decís, almas devotas? ¿Este acontecimiento y esta infeliz Madre son dignos de compasión?
(San Alfonso de Ligorio, Glorias de María)
— Di a tu confesor, que visite a ese enfermo, y haga que confiese.
Se hizo lo mandado; y yendo el confesor al enfermo, éste le respondió que no tenía qué confesar, y lo despidió.
El día siguiente apareció Cristo otra vez a la Santa, y mandó hacer lo mismo. El confesor volvió al enfermo. Pero fue la misma la respuesta. Confusos estaban Brígida y su confesor, viendo cosas tan encontradas, como los encargos de Cristo, y afirmar el enfermo que nada tenía que confesar.
Tercera vez vino Cristo, y dijo a la Santa, instase a su confesor que, volviendo al enfermo, le dijese, que tenía dentro de sí siete demonios, y el séptimo en su alma, que era, dijo, donde yo había de estar hospedado.
Fue el confesor, y lo refirió todo al enfermo; el cual viendo milagrosamente descubierta su maldad, hechos dos fuentes de lágrimas sus ojos, declaró entre otras maldades suyas que tenía su alma dada al demonio, y que había sesenta años que no había confesado, ni comulgado. Lleno pues de contrición, se confesó aquel día cuatro veces, y lo repitió el día siguiente para comulgar, lo que hizo con ejemplares demostraciones de dolor, y de allí a poco murió.
A ese tiempo visitó Cristo a dicha Santa, y le declaró, que aquel hombre, aunque tan malo, había alcanzado una grande contrición, y estaba en estado de salvación su alma, por los méritos de María Santísima, pues siempre que le venía al pensamiento, u oía nombrar esta divina Madre, tenía por costumbre compadecerse de sus angustias y dolores...
Francisco Pascual, Nuevo mes de mayo consagrado a María Santísima, Palma 1848, pgs. 135-137.
