631.- ¿Qué quiere decir estar en gracia de Dios? - Estar en gracia de Dios quiere decir tener la conciencia pura y limpia de todo pecado mortal.
Catecismo Mayor, Edición de 1973, Capítulo IV.
En los tres primeros siglos de la Iglesia las calles, las plazas y el anfiteatro de Roma eran constantemente regados con la sangre de los Mártires.
Cuando el glorioso San Pancracio y sus compañeros fueron encerrados en una cárcel, los fieles pensaron en proporcionarles el consuelo de recibir la Santa Eucaristía, como lo acostumbraban hacer con todos condenados al martirio. El enviarles este consuelo, burlando la vigilancia de los paganos, era una empresa llena de peligros. Los ministros del altar espiados día y noche no podían desempeñarla. Preciso era confiar tan delicada comisión a personas que no despertasen sospechas a los perseguidores.
El día en que se trató de enviar el sagrado viático a San Pancracio y sus compañeros, el sacerdote, en el altar, se volvió a los asistentes para elegir un mensajero. Antes que nadie hubiese tenido tiempo de ofrecerse, salió de la multitud un joven, casi niño, llamado Tarcisio, y se presentó delante del altar.
—Eres demasiado joven —le dijo el sacerdote.
—¡Padre mío, mi juventud será mi mejor protección; no me rehuséis este honor!
Las lágrimas brillaban en los ojos de aquel ángel y sus mejillas se encendían en inefable amor. El sacerdote, profundamente impresionado, tomó entonces el Santo Sacramento, lo envolvió respetuosamente en un lienzo blanco y al ponerlo en manos del piadoso niño le dijo:
—Piensa, hijo mío, que es un tesoro celestial el que te confío. Guárdalo con fidelidad.
—Antes que abandonarlo daré mi vida —respondió el intrépido joven—, y abrazándolo en su pecho voló a cumplir su misión.
Tarcisio caminaba con los ojos bajos, cuando una señora quiso llevarlo consigo a tomar parte en una fiesta.
—Siento —le dijo el niño—, no poder acceder. Tengo precisión de cumplir un importante encargo.
Y a pesar de todas las instancias, continuó su camino.
Al salir de la ciudad, encontró una turba de niños de su edad que jugaban juntos; inútilmente lo llaman y lo invitan a sus juegos; en vano lo rodean y quieren arrastrarlo por fuerza. Tarcisio invencible, se escapa de las manos de sus compañeros, y prosigue su marcha a lo largo de la Vía Appia. No tardó en atraer sobre sí la atención de algunos paganos, enemigos encarnizados de los discípulos de Jesucristo. Desde que lo vieron andando ligero, con las manos sobre el pecho y de aspecto angelical, dijeron entre ellos:
—He aquí un joven cristiano que sin duda lleva reliquias de algún muerto...
Detienen al niño, le exigen que diga lo que lleva. No obteniendo ninguna respuesta, le entreabren el vestido y quieren arrancarle del pecho las manos. ¡Inútiles esfuerzos! El niño parece dotado de un vigor sobrehumano para no dejar ver la Santa Hostia. Furiosos con la resistencia de Tarcisio, lo amenazan con la muerte si no les muestra en el momento lo que tiene escondido. Tarcisio dirigiendo al cielo sus miradas, y estrechando sobre su corazón el cuerpo adorable de Jesucristo, ofrece generosamente a Dios el sacrificio de la vida antes que entregar a los ultrajes de los paganos el tesoro que se le ha confiado.
Entonces un terrible golpe es asestado en la cabeza del niño por un puño implacable y después otro y otro, hasta que el pobre niño, indefenso, cae derribado en tierra, bañado en sangre; pero teniendo siempre sus brazos cruzados sobre el pecho.
La multitud se arroja sobre él y veinte brazos se extendían para apoderarse del precioso depósito, cuando los cobardes asaltantes se sintieron repelidos por una mano poderosa: era un oficial cristiano de alta talla y fuerza hercúlea, delante del cual huyó apresuradamente la multitud. El oficial se arrodilló para levantar cariñosamente al pobre niño casi moribundo y consternado le preguntó:
—¿Sufres mucho, mi querido Tarcisio?
—No te cuides de mí, Cuadrato —le respondió el niño—, atiende solamente a los divinos misterios que ocultos llevo conmigo.
Le levantó aquél con un respeto que advertía que lo que cargaba en sus hombros no era solamente la víctima del furor pagano sino también la divina Víctima de la Redención. El valiente Cuadrato, sin sentir la doble y santa carga que conducía, llegó, sin que nadie se atreviera a detenerlo, a los pies del venerable sacerdote que había confiado, una hora antes, a Tarcisio el depósito sagrado. El ministro del Señor, al ver el estado en que llegaba su mensajero, prorrumpió en llanto; y su admiración subió de punto luego que tuvo noticia de cuanto le había ocurrido.
El niño descansó en el Señor, y su muerte pareció ser el dulce sueño de un ángel. Fue enterrado en las Catacumbas, en presencia de los más antiguos en la fe, quienes lloraban de admiración. Sobre su tumba se grabó un epitafio latino escrito por el Papa San Dámaso, que decía:
«Tarcisio llevaba la Eucaristía a los Mártires, y los paganos intentaron profanarla; pero él prefirió morir despedazado bajo sus golpes antes que entregar el Cuerpo venerado de Cristo.»
Camilo Ortúzar, Catecismo en ejemplos - El Credo y la Oración, París 1888, 2. edición, págs. 173-176.