El hecho es que a pesar de todos los intentos de ahogar la conciencia, el hombre sabe que la vida es un camino hacia la eternidad y que nuestro destino en cuanto a lo que lleva a la recompensa o al castigo eterno se resuelve aquí en el día a día.
Thomas A. Nelson


A un joven de una familia excelente, cuando todavía era niño, su piadosa madre a menudo lo llevaba ante el altar de la Santísima Virgen María. Ahí le enseñaba a llamarla a la excelsa Señora con el dulce nombre de Madre. De modo que el amor a la Madre celestial y a la madre terrenal crecía al mismo tiempo de una manera maravillosa en su corazón. Y estos dos amores llegaban a ser en él como dos anclas de salvación, las cuales una vez debían sacarlo del abismo. Así que el niño sentía por la Santísima Virgen este cariñoso afecto de confianza y ternura que le inspiró su madre. Pero lo sentía combinado con una reverencia y un respeto que se despertaban en su corazón cuando miraba contemplativo la imagen de la Santísima Virgen María...

¡Pero desafortunadamente! Pasaron los años infantiles y con ellos su inocente felicidad. Llegó la juventud con sus locas fechorías. El joven estaba en la corte real como enviado. Dejó a su madre y se fue a un país extranjero. Los halagos y elogios que los aduladores le prodigaban le trastornaban el juicio. La vanidad y las riquezas del mundo le contaminaban el alma. Los principios piadosos y los buenos sentimientos se desvanecían y disminuían como la flor se marchita y cae cuando pierde su fragancia y su belleza. Pronto, solo le quedaron dos recuerdos del pasado: la Virgen María y su madre. Todas las noches, antes de retirarse, el hijo pródigo, arrodillado, decía tres "Avemarías" en honor a la Santísima Virgen junto con la oración que terminaba con estas palabras: "Dame una mirada de piedad, ¡Madre mía, no me dejes!"

—¡Madre mía, no me dejes! —repetía el infeliz joven todos los días antes de quedarse dormido. Esta oración despertaba en su corazón un anhelo doloroso, que aumentaba rápidamente, como las olas de un mar agitado. Eran remordimientos, penetrando cada vez más profundamente. Pero la mala compañía rápidamente ahogaba estas amenazas saludables. El joven volvía a sus absurdos y pasaba del vicio a la desvergüenza, y de la desvergüenza al crimen.

Un día, después de pasar la mayor parte del tiempo cazando con su amigo, quien era el principal culpable de su vida malvada, sorprendidos por una terrible tormenta, se refugiaron en una taberna cercana. El cansado compañero se arrojó sobre la cama y se durmió, y también lo hizo el joven, habiendo dicho primero con mayor temor y vergüenza que normalmente la oración habitual a la Santísima Virgen. 

Tan pronto como se durmió, se sintió trasladado para comparecer ante el terrible juicio de Dios-Hombre, Jesucristo. Vio el alma de su amigo ya condenada a la pena eterna. Llegó su turno para ser juzgado... 

La vio a su madre, postrada a los pies del Juez indignado, pidiendo perdón para su hijo a quien le había criado tan cristianamente. Le vio a Satanás sopesar sus pecados y crímenes... y la balanza inclinarse hacia el abismo... A esta vista, los ángeles entristecidos se cubrieron con sus alas, su pobre madre gemía y Satanás triunfaba...

En ese momento apareció la Santísima Virgen María con una corona de doce estrellas y una luna argéntea bajo sus pies. Se arrodilló junto a la madre del acusado, en una actitud suplicante puso en el platillo vacío de la balanza las tres "Avemarías" recitadas fielmente por el hijo pródigo, y luego levantando sus ojos purísimos al Divino Juez, suspiró... 

El platillo con las tres "Avemarías" inclinó de inmediato el fiel de la balanza, ¡a favor del inculpado!... 

Al mismo tiempo, el trueno del relámpago despertó al joven y - una terrible visión apareció ante sus ojos... Cerca de sí mismo, en el suelo vio a su amigo, alcanzado por un rayo mientras dormía, muerto, negro como el carbón...

Fuente: o. Czesław Kaniak, Za przyczyną Maryi, Tom pierwszy: Przykłady opieki Królowej Różańca świętego (przykłady na maj), págs. 230-232.