Dios se comunica con los hombres de muchas maneras.
Las Sagradas Escrituras se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a
través de visiones y aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo sueños. La
"Carta del más allá" que se transcribe seguidamente se refiere a la
condenación eterna de una joven. A primera vista parece una historia novelada. Pero
considerando las circunstancias se llega a la conclusión de que no deja de
tener su fondo histórico, a partir de su sentido moral y su alcance trascendental.
- El original de esta carta fue encontrado entre los papeles de una religiosa
fallecida, amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja los
acontecimientos de la vida de su compañera como si fueran hechos conocidos y
verificados, así como su condenación eterna comunicada en un sueño. La Curia
diocesana de Treves (Alemania) autorizó su publicación como lectura sumamente
instructiva.
Entre los manuscritos dejados en su convento por una
religiosa, que en el mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:
«Tuve una amiga,
Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser vecinas y compañeras de trabajo en
la misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y no volví a verla. Desde que nos
conocimos, había entre nosotras, en el fondo, más amabilidad que propiamente
amistad. Por eso, sentí muy poco su ausencia cuando, después de su casamiento,
ella fue a vivir al barrio elegante de las villas, lejos del mío.
Durante mis
vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en septiembre de 1937, recibí una
carta de mi madre en la que me decía:
"Anita N
murió en un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald
Friendhof".
Me impresioné mucho
con la noticia. Sabía que mi amiga no había sido propiamente religiosa.
¿Estaría preparada para presentarse ante Dios? ¿En qué estado la habría
encontrado su muerte súbita? Al día siguiente escuché misa, comulgué por la
intención de Anita, en la casa del pensionado de las hermanas, donde estaba
viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno descanso, y por esta misma
intención ofrecí la Santa Comunión.
Durante todo el
día percibí un cierto malestar, que fue aumentando por la tarde. Dormí
inquieta. Me desperté de improviso, escuchando algo así como una sacudida en la
puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj indicaba las doce y diez minutos.
Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del Lago de Garda golpeando monótonas
contra el muro del jardín del pensionado. No había viento. Yo conservaba la
impresión de que al despertar encontraría, además de los golpes de la puerta,
un ruido de brisa o viento, parecido al que producía mi jefe de la oficina,
cuando de mal humor tiraba sobre mi escritorio una carta que lo molestaba.
Reflexioné un instante si debía levantarme. ¡No! Todo no es más que sugestión,
me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia de la muerte. Me di
vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las ánimas y me dormí de
nuevo.
Soñé entonces que
me levantaba de mañana, a las seis, yendo a la capilla. Al abrir la puerta del
cuarto, me encontré con una cantidad de hojas de carta. Levantarlas, reconocer
la letra de Anita y dar un grito, fue cosa de un segundo. Temblando, las
sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan aterrorizada que no pude rezar.
Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí, salir al aire libre. Me arreglé
rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera y salí en seguida. Subí por el
tortuoso camino, entre olivos, laureles y quintas de la villa, más allá del
conocido camino gardesano. La mañana aparecía radiante. En los días anteriores,
yo me detenía cada cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y
la Isla de Garda. El suavísimo azul del agua me refrescaba; como una niña que
mira admirada a su abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte
Baldo, que se levanta en la orilla opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de
altura. Ese día no tenía ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora,
me dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses, donde la
víspera había leído con placer "La doncella Teresa". Por primera vez
veía en los cipreses el símbolo de la muerte, algo en lo que antes no había
pensado.
Tomé la carta. No
tenía firma. Sin la menor duda, estaba escrita por Ani. No faltaba la gran
"s", ni la "t" francesa, a la que se había acostumbrado en
la oficina, para irritar al Sr. G. No era su estilo. Por lo menos, no era así
como hablaba de costumbre. Lo habitual en ella era la conversación amable, la
risa, subrayada por los ojos azules y su graciosa nariz... Sólo cuando
discutíamos asuntos religiosos se volvía mordaz y caía en el tono rudo de la
carta. Yo misma me siento envuelta por su excitada cadencia. Hela aquí, la
Carta del Más Allá de Anita N., palabra por palabra, tal como la leí en el
sueño.
La Carta
CLARA, NO RECES
POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso — es más, voy a hablarte
largamente sobre esto - no creas que lo hago por amistad. Quienes estamos aquí
ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es parte de la obra "de esa
potencia que siempre quiere el mal y realiza el bien". En realidad, me
gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No te extrañes de mis
intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad está petrificada en el
mal, es decir, en aquello que ustedes consideran "mal". Aún cuando
pueda hacer algo "bien" (como yo lo hago ahora, abriéndote los ojos
ante el infierno), no lo hago con recta intención.
¿Recuerdas? Hace
cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías 23 años y ya trabajabas en el
escritorio desde seis meses antes, cuando yo ingresé. Varias veces me sacaste
de apuros. Con frecuencia me dabas buenos avisos que a mí, principiante, me
venían muy bien. Pero, ¿qué es "bueno"? Yo ponderaba, en aquel
entonces, tu "caridad". Ridículo... Tus ayudas eran pura ostentación,
algo que desde entonces sospechaba.
Aquí, no
reconocemos bien alguno en absolutamente nadie. Pero ya que conociste mi
juventud, es el momento de llenar algunas lagunas. De acuerdo con los planes de
mis padres, yo nunca tendría que haber existido. Por un descuido se produjo la
desgracia de mi concepción. Mis hermanas tenían 14 y 16 años cuando vine al
mundo. ¡Ojalá no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora aniquilarme, huir de estos
tormentos! No hay placer comparable al de acabar mi existencia, así como se
reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario que exista.
Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso total de la finalidad
de mi existencia.
Cuando mis padres,
entonces solteros, se mudaron del campo a la ciudad, perdieron el contacto con
la Iglesia. Era mejor así. Mantenían relaciones con personas desvinculadas de
la religión. Se conocieron en un baile, y se vieron "obligados" a
casarse seis meses después. En la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas
de agua bendita, las suficientes para atraer a mamá a la misa dominical unas
pocas veces al año. Ella nunca me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su
esfuerzo se agotaba en los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra
situación no era mala. Palabras como rezar, misa, agua bendita, iglesia, sólo
puedo escribirlas con íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto
profundamente a quienes van a la Iglesia y, en general, a todos los hombres y a
todas las cosas. Todo es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de
la vida y de lo que sabemos, se convierte en una llama incandescente.
Y todos estos
recuerdos nos muestran las oportunidades en que despreciamos una gracia. Cómo
me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no andamos sobre nuestros pies.
Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos desesperados nuestra
vida fracasada, aullando y rechinando los dientes, atormentados y llenos de odio.
¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera agua. Nos odiamos unos a otros.
Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo comprendas. Los bienaventurados
en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven sin velos, en su deslumbrante
belleza. Esto los hace indescriptiblemente felices. Nosotros lo sabemos, y este
conocimiento nos enfurece. Los hombres, en la tierra, que conocen a Dios por la
Creación y por la Revelación, pueden amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El creyente —te lo
digo furiosa— que contempla, meditando, a Cristo con los brazos abiertos sobre
la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma a la que Dios se acerca fulminante,
como vengador y justiciero porque un día fue repudiado, como ocurrió con
nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo odiamos. Lo odia con
todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia eternamente, a causa de la
deliberada resolución de apartarse de Dios con la que terminó su vida terrenal.
Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás querríamos
hacerlo.
¿Comprendes ahora
por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación nunca se
derrite, nunca termina. Y contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso,
aún con nosotros. Digo "contra mi voluntad" porque, aunque diga estas
cosas voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo
muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también estrangular la
avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue misericordioso con
nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la tierra el mal que
hubiéramos querido hacer. Si nos lo hubiera permitido, habríamos aumentado
mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo morir antes de tiempo, como hizo
conmigo, o hizo que intervinieran causas atenuantes. Dios es misericordioso, porque
no nos obliga a aproximarnos a Él más de lo que estamos, en este remoto lugar
infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso más cerca de Dios me causaría
una aflicción mayor que la que te produciría un paso más rumbo a una hoguera.
Te desagradé un
día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre pocos días antes de mi
comunión:
"Alégrate,
Anita, por el vestido nuevo; el resto no es más que una burla".
Casi me avergüenzo
de tu desagrado. Ahora me río. Lo único razonable de toda aquella comedia era
que se permitiera comulgar a los niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel
entonces, bastante poseída por el placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un
lado las cosas religiosas. No tomé en serio la comunión. La nueva costumbre de
permitir a los niños que reciban su primera comunión a los siete años nos
produce furor. Empleamos todos los medios para burlarnos de esto, haciendo
creer que para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los niños
hayan cometido algunos pecados mortales. La blanca Hostia será menos
perjudicial entonces, que si la recibe cuando la fe, la esperanza y el amor,
frutos del bautismo —escupo sobre todo esto — todavía están vivos en el corazón del niño.
¿Te acuerdas que
yo pensaba así cuando estaba en la tierra? Vuelvo a mi padre. Peleaba mucho con
mamá. Pocas veces te lo dije, porque me avergonzaba. Qué cosa ridícula la
vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis padres ya no dormían en el mismo cuarto.
Yo dormía con mamá, papá lo hacía en el cuarto contiguo, donde podía volver a
cualquier hora de la noche. Bebía mucho y se gastó nuestra fortuna. Mis
hermanas estaban empleadas, decían que necesitaban su propio dinero. Mamá
comenzó a trabajar. Durante el último año de su vida, papá la golpeó muchas
veces, cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre fue amable. Un
día te conté un capricho del que quedaste escandalizada. ¿Y de qué no te
escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces un par de zapatos nuevos, porque
la forma de los tacos no era bastante moderna.
En la noche en que
papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que nunca te conté, por
temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin embargo, debes saberlo. Es un
hecho memorable: por primera vez, el espíritu que me atormenta se acercó a mí.
Yo dormía en el cuarto de mamá. Su respiración regular revelaba un sueño
profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre. Una voz esconocida
murmuró:
"¿Qué
ocurrirá si muere tu padre?"
Ya no lo quería a
papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre. En realidad, no amaba
absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia algunas personas que eran
bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de retribución en esta tierra
solamente se encuentra en las almas que viven en estado de gracia. No era ése
mi caso. "Ciertamente, él no morirá", le respondí al misterioso
interlocutor. Tras una breve pausa, escuché la misma pregunta. "El no va a
morir!", repliqué con brusquedad. Por tercera vez, me preguntaron:
"Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me representé en ese momento en la
imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces: medio ebrio, gritando,
maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los vecinos. Entonces, respondí
con rabia: "Bien, es lo que se merece. ¡Que muera!".
Después, todo
quedó en silencio.
A la mañana
siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá, encontró la puerta
cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza. Papá, semidesnudo, estaba
muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano, debió sufrir una crisis
mortal. Desde hacía tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender Dios de
la voluntad de su hija, con la que el hombre fue bondadoso, la obtención de más
tiempo y ocasión de convertirse?).
Marta K. y tú me
hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te oculté que consideraba
demasiado "parroquiales" las instrucciones de las dos directoras, las
señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos. Como sabes, llegué en poco
tiempo a tener allí un papel preponderante. Eso era lo que me gustaba. También
me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar algunas veces a confesar y
comulgar. Para decir la verdad, no tenía nada para confesar. Los pensamientos y
las palabras no significaban nada para mí. Y para acciones más groseras todavía
no estaba madura.
Un día me llamaste
la atención: "Ana, si no rezas más, te perderás".
Realmente, yo
rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad. Sin duda
tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron poco. La
oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo.
Especialmente la
oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo nombre no nos es lícito
pronunciar. La devoción a Ella arranca innumerables almas al demonio, almas a
las que sus pecados las habrían lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa continúo,
porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de tanta rabia. Rezar es
lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y justamente de esto, que es
facilísimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza con
perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo fortalece de tal modo,
que hasta el más empedernido pecador puede recuperarse, aunque se encuentre
hundido en un pantano hasta el cuello. Durante los últimos años de mi vida ya
no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las que nadie se puede
salvar. Aquí, no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la
rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia terrenal
terminaron en esta otra vida. En la tierra, el hombre puede pasar del estado de
pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces
caí por debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un
estado final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en edad, los cambios
se hacen más difíciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para
unirse a Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera
arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos
de su voluntad debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda
su vida.
El hábito, bueno o
malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la que lo arrastra en el
momento supremo. Así ocurrió conmigo. Viví años enteros apartada de Dios. En
consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidí contra Dios. La
fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise levantarme más.
Muchas veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera
libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podría
querer aumentar mis dudas interiores? Finalmente, tengo que dejar constancia de
lo siguiente: al llegar a este punto crítico, poco antes de salir de la
"Asociación de Jóvenes", me habría sido muy difícil cambiar de rumbo.
Me sentía insegura y desdichada. Pero frente a la conversión se levantaba una
muralla.
No sospechaste que
fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple, que un día me dijiste:
"Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a ser
normal".
Me daba cuenta que
sería así. Pero el mundo, el demonio y la carne, me retenían demasiado firme
entre sus garras. Nunca creí en la influencia del demonio. Ahora, doy
testimonio de que el demonio actúa poderosamente sobre las personas que están
en las condiciones en que yo me encontraba entonces. Sólo muchas oraciones,
propias y ajenas, junto con sacrificios y sufrimientos, podrían haberme
rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si bien hay pocos
posesos corporales, son innumerables los que están poseídos internamente por el
demonio. El demonio no puede arrebatar el libre albedrío de los que se
abandonan a su influencia. Pero, como castigo por su casi total apostasía, Dios
permite que el "maligno" se anide en ellos. Yo también odio al
demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos a todos ustedes: él
y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él desde el principio de los
tiempos. Son millones, vagando por la tierra. Innumerables como enjambres de
moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos no nos incumbe tentar: eso les
corresponde a los espíritus caídos.
Cada vez que
arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún más sus tormentos.
Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque andaba por caminos tortuosos, Dios me
buscaba. Yo preparaba el camino para la gracia, con actos de caridad natural,
que hacía muchas veces por una inclinación de mi temperamento. A veces, Dios me
atraía a una iglesia. Allí, sentía una cierta nostalgia. Cuando cuidaba a mi
madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina durante el día, haciendo un
sacrificio de verdad, los atractivos de Dios actuaban poderosamente. Una vez
fue en la capilla del hospital, adonde me llevaste durante el descanso del
mediodía. Quedé tan impresionada, que estuve sólo a un paso de mi conversión.
Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose como un
torrente sobre la gracia. Las espinas ahogaron el trigo. Con la explicación de
que la religión es sentimentalismo, como siempre se decía en la oficina,
rechacé también esta gracia, como todas las otras.
En otra ocasión,
me llamaste la atención porque, en lugar de una genuflexión hasta el piso, hice
solamente una ligera inclinación con la cabeza. Pensaste que eso lo hacía por
pereza, sin sospechar que, ya entonces, había dejado de creer en la presencia
de Cristo en el Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se
cree en la tempestad, cuyas señales y efectos se perciben. En este interín, me
había fabricado mi propia religión. Me gustó la opinión generalizada en la
oficina, de que después de la muerte el alma volvería a este mundo en otro ser,
reencarnándose sucesivamente, sin llegar nunca al fin. Con esto, estaba
resuelto el angustiante problema del más allá. Imaginé haberlo hecho
inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola del rico Epulón y del pobre
Lázaro, en la que el narrador, Cristo, envió después de la muerte a uno al
infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrías conseguido? No mucho más de lo
que conseguiste con todos tus otros discursos beatos. Poco a poco me fui
fabricando un dios: con atributos suficientes para ser llamado así.
Bastante lejos de
mí, como para que no me obligara a tener relaciones con él. Suficientemente
confuso, como para poder transformarlo a mi antojo. De este modo, sin cambiar
de religión, yo podía imaginarlo como el dios panteísta del mundo o pensarlo,
poéticamente, como un dios solitario. Este "dios" no tenía Cielo para
premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz. En esto consistía
mi culto de adoración. Es fácil creer en lo que agrada. Con el transcurso de
los años, estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivía bien así, sin
molestias. Sólo una cosa podría haber roto mi suficiencia: un dolor profundo y
prolongado. Pero este sufrimiento no llegó.
¿Comprendes ahora
el significado de "Dios castiga a aquellos que ama"? Durante un
domingo de julio, la Asociación de Jóvenes organizaba un paseo de A. Me
gustaban las excursiones, pero no los discursos insípidos y demás beaterías.
Otra imagen, muy diferente de la de Nuestra Señora de las Gracias de A., estaba
desde hacía poco en el altar de mi corazón. Era el distinguido Max, del almacén
de al lado. Ya habíamos conversado entretenidos, varias veces. Justamente ese
domingo me invitó a pasear. La otra, con la que acostumbraba a salir, estaba
enferma en el hospital.
El había
comprendido que lo miraba mucho. Pero yo no pensaba en casarme todavía. Su
posición económica era muy buena, pero también demasiado amable con todas las
otras jovencitas. En aquel entonces yo quería un hombre que me perteneciera
exclusivamente, como única mujer. Siempre conservé una cierta educación
natural.
[Eso es verdad. A
pesar de su indiferencia religiosa, Ani tenía algo noble en su persona. Me
desconcierta que también las personas "honestas" puedan caer en el
infierno, si son deshonestas al huir del encuentro con Dios.]
En ese paseo, Max
me colmó de amabilidades. Nuestras conversaciones, es claro, no eran sobre la
vida de los santos, como las de ustedes. Al día siguiente, en la oficina, me
reprendiste por no haber ido al paseo de la Asociación. Cuando te conté mi
diversión del domingo, tu primera pregunta fue: "¿Escuchaste Misa?".
Tonta! ¿Cómo podríamos ir a Misa si salimos a las seis de la mañana? Me acuerdo
que, muy exaltada, te dije: "El buen Dios no es tan mezquino como lo son
los curas". Ahora debo confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad,
considera todo con más seriedad que todos los sacerdotes juntos. Después de
este primer paseo con Max, fui solamente una vez más a la Asociación, en las
fiestas de Navidad. Algunas cosas me atraían. Pero en mi interior, ya me había
separado de todas ustedes.
Los bailes, el
cine, los paseos, continuaban. A veces peleábamos con Max, pero yo sabía cómo
retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al salir del hospital, se puso furiosa.
En realidad, eso me favoreció. La calma distinguida que yo mostraba produjo una
gran impresión en Max, que se inclinó definitivamente por mí. Conseguí
encontrar la forma de denigrarla. Me expresaba con calma: por fuera, realidades
objetivas, por dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen
rápidamente al infierno. Son diabólicos, en el sentido estricto del término.
¿Por qué te cuento todo esto? Para explicarte que así me aparté definitivamente
de Dios. En realidad, Max y yo no llegamos muchas veces al extremo de la
familiaridad. Me daba cuenta que me rebajaría a sus ojos si le concedía toda la
libertad antes de tiempo. Por eso, supe controlarme. Realmente, yo estaba
siempre dispuesta para todo lo que consideraba útil. Tenía que conquistar a
Max. Para eso, ningún precio era demasiado alto.
Nos fuimos amando
poco a poco, porque ambos teníamos valiosas cualidades que podíamos apreciar
mutuamente. Yo era habilidosa, eficiente, de trato agradable. Retuve a Max con
firmeza y conseguí, al menos durante los últimos meses antes del casamiento,
ser la única que lo poseía. En eso consistió mi apostasía, en hacer mi dios con
una criatura. En ninguna otra cosa puede realizarse más plenamente la apostasía
como en el amor a una persona del otro sexo, cuando ese amor se ahoga en la
materia. Esto es su encanto, su aguijón y su veneno. La "adoración"
que tenía por Max se convirtió en mi religión. En ese tiempo, en la oficina, yo
arremetía virulentamente contra los curas, los fieles, las indulgencias, los
rosarios y demás estupideces.
Trataste de
defender con una cierta inteligencia todo lo que yo atacaba, aunque quizás sin
sospechar que en realidad el problema no estaba en esas cosas. Lo que yo
buscaba era un punto de apoyo. Todavía lo necesitaba para justificar
racionalmente mi apostasía. Estaba sublevada contra Dios. No te dabas cuenta.
Creías que todavía
era católica. Por otra parte, yo quería ser llamada así; inclusive pagaba la
contribución para el culto. Porque un cierto "reaseguro" nunca viene
mal. Es posible que tus respuestas a veces dieran en el blanco. Pero no me alcanzaban,
porque no te concedía razón. A raíz de estas relaciones sobre bases falsas, fue
pequeño el dolor de nuestra separación, con motivo de mi casamiento.
Antes de casarme,
me confesé y comulgué una vez más. Era una formalidad. Mi marido pensaba igual.
Si era una formalidad, ¿por qué no cumplirla? Ustedes dicen que una comunión
así es "indigna". Bien, después de esa comunión "indigna",
logré un cierto sosiego en mi conciencia. Esa comunión fue la última.
Nuestra vida
conyugal transcurría, en general, en armonía. En casi todos los puntos teníamos
la misma opinión. También en esto: no queríamos cargar con hijos. En realidad,
mi marido quería tener uno, uno solo, naturalmente. Finalmente conseguí que él
renunciara a ese deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los muebles
lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en automóvil y otras distracciones.
Fue un año de placer el que medió entre mi casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos íbamos a pasear en auto o visitábamos a los parientes de mi
marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se destacaban en la vida
social, igual que nosotros. Pero en mi interior, sin embargo, nunca fui feliz.
Había algo
indeterminado que me corroía. Mi deseo era que, al llegar la muerte —la que sin
duda demoraría mucho todavía— todo acabara. Ocurría tal como yo lo había
escuchado de niña, durante una plática: Dios recompensa en este mundo toda obra
buena que se haga. Si no puede premiarla en la otra vida, lo hace en la tierra.
Inesperadamente, recibí una herencia de la tía Lote. Mi marido tuvo la suerte
de ver sus ingresos notablemente aumentados. Así pude instalar,
confortablemente, una casa nueva.
Mi religión estaba
muriendo, como un resplandor crepuscular en un firmamento lejano. Los bares de
la ciudad, los hoteles y los restaurantes por los que pasábamos en nuestros
viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los que los frecuentaban vivían como
nosotros: de fuera hacia adentro, no de dentro hacia afuera. Si durante los
viajes de vacaciones visitábamos una célebre catedral, tratábamos de
divertirnos con el valor artístico de sus obras primas. Los sentimientos
religiosos que irradiaban —especialmente las iglesias medievales— yo los
neutralizaba criticando circunstancias accesorias de un hermano lego que nos
guiaba, criticaba su negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los
piadosos monjes que fabricaban y vendían licor, criticaba el eterno repique de
campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que el único fin era ganar
dinero...
Así era como
conseguía apartar a la gracia, cada vez que me llamaba. Especialmente
descargaba mi mal humor frente a algunas pinturas de la Edad Media
representando al Infierno en libros, cementerios y otros lugares. Allí el
demonio asaba a las almas sobre fuego rojo o amarillo, mientras sus compañeros,
con largas colas, le traen más víctimas. Clara, el infierno puede ser dibujado,
pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del fuego del infierno. Acuérdate de
una conversación durante la cual te puse un fósforo encendido bajo la nariz,
preguntándote:
"¿Así
huele?"
Apagaste en
seguida la llama. Aquí nadie consigue hacerlo. Te digo más: el fuego del que
habla la Biblia no es el tormento de la consciencia. Fuego es fuego! Debe ser
interpretado al pie de la letra cuando Aquel dijo:
"Apartáos de
mí, malditos, id al fuego eterno".
Al pie de la
letra! ¿Y cómo puede ser tocado un espíritu por el fuego material? Preguntarás.
¿Y cómo puede sufrir tu alma, en la tierra, si pones el dedo sobre una llama?
Tampoco tu alma se quema, mientras tanto el dolor lo sufre todo el individuo.
Del mismo modo, nosotros estamos aquí espiritualmente presos al fuego de
nuestro ser y de nuestras facultades. Nuestra alma carece de la agilidad que le
sería natural; no podemos pensar ni querer lo que querríamos.
No te sorprendas
de mis palabras. Es un misterio contrario a las leyes de la naturaleza
material: el fuego del infierno quema sin consumir. Nuestro mayor tormento
consiste en saber que nunca veremos a Dios. ¿Cómo puede atormentarnos tanto
esto, si en la tierra nos era indiferente? Mientras el cuchillo está sobre la
mesa, no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo sientes. Pero si el cuchillo
entra en tus carnes, gritarás de dolor. Ahora, sentimos la pérdida de Dios.
Antes, sólo pensábamos en ella.
No todas las almas
sufren igual. Cuanto mayor fue la maldad, cuanto más frívolo y decidido, tanto
más le pesa al condenado la pérdida de Dios, tanto más lo sofoca la criatura de
que abusó. Los católicos que se condenan sufren más que los de otras religiones,
porque recibieron y desaprovecharon, por lo general, más luces y mayores
gracias. Los que tuvieron mayores conocimientos sufren más duramente que los
que tuvieron menos. El que pecó por maldad sufre más que el que cayó por
debilidad. Pero ninguno sufre más de lo que mereció. Oh, si esto no fuera
verdad, tendría un motivo para odiar! Un día me dijiste:
"Nadie va al
infierno sin saberlo".
Eso le habría sido
revelado a una santa. Yo me reía, mientras me atrincheraba en esta
reflexión:
"Siendo así,
siempre tendré tiempos suficiente para volver atrás".
Esta revelación es
exacta. Antes de mi muerte repentina, es verdad, no conocía al infierno tal
como es. Ningún ser humano lo conoce. Pero estaba perfectamente enterada de
algo:
"Si mueres,
me decía, entrarás en la eternidad como una flecha, directamente contra Dios;
habrá que aguantar las consecuencias".
Como te dije, no
volví atrás. Perseveré en la misma dirección, arrastrada por la costumbre, con
la que los hombres actúan cuanto más envejecen.
Mi muerte ocurrió
así:
Hace una semana —digo
según las cuentas que llevan ustedes, porque si calculara por mis dolores,
podría estar ardiendo en el infierno desde hace diez años— mi marido y yo
salimos en otra excursión dominguera, que fue la última para mí. El día estaba
radiante de sol. Me sentía muy bien, como pocas veces. Sin embargo, me
traspasaba un presentimiento siniestro. Inesperadamente, en el viaje de
regreso, mi marido y yo fuimos enceguecidos por los faros de un automóvil que
venía en sentido contrario, a gran velocidad. Max perdió el control del
vehículo. Jesús! Se escapó de mis labios, no como oración sino como grito.
Sentí un dolor aplastante: comparado con el tormento actual, una bagatela.
Después perdí el sentido. ¡Qué extraño! Aquella misma mañana, sin explicación,
había surgido en mi mente este pensamiento.
"Por una vez,
podrías ir a Misa". Era como una súplica. Un "¡no!" claro y
decidido cortó el curso de la idea. "Con esas cosas tengo que terminar
definitivamente". Es decir, asumí todas las consecuencias. Ahora las
soporto.
Lo que ocurrió
después de mi muerte lo sabes. La suerte de mi marido, de mi madre, lo que
ocurrió con mi cadáver, mi entierro, lo sé por una intuición natural que
tenemos todos los que estamos aquí. Del resto de lo que ocurre en el mundo
poseemos un conocimiento confuso. Sabemos lo que se refiere a nosotros. De este
modo veo el lugar donde vives.
Desperté de
improviso en el momento de mi muerte. Me encontré inundada por una luz
ofuscante. Era el mismo sitio donde había caído mi cadáver. Sucedió como en el
teatro, cuando se apagan las luces de la sala, sube el telón y aparece una
escena trágicamente iluminada. La escena de mi vida. Como en un espejo, mi alma
se mostró a sí misma. Vi las gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi
juventud hasta el último "no" frente a Dios.
Me sentí como un
asesino, al que llevan ante el tribunal para ver a la víctima exánime.
¿Arrepentirme? ¡Nunca! ¿Avergonzarme? ¡Jamás! Mientras tanto, no conseguía
permanecer bajo la mirada de Dios, a quien rechazaba. Sólo tenía una salida: la
fuga. Así como Caín huyó del cadáver de Abel, así mi alma se proyectó lejos de
esta visión de horror.
Este era el Juicio
particular. Habló el invisible juez:
"APÁRTATE DE
MI".
De inmediato mi
alma, como una sombra amarilla de azufre, se despeñó al lugar del eterno
tormento.
Epílogo de
Clara:
Así terminó la
carta de Anita sobre el Infierno. Las últimas palabras eran casi ilegibles, tan
torcidas estaban las letras. Cuando terminé de leer la última línea, la carta
se convirtió en cenizas. ¿Qué es lo que escucho? En medio de los duros términos
de las palabras que imaginaba haber leído, resonó el dulce tañido de una
campana. Me desperté de inmediato. Estaba acostada en mi cuarto. La luz matinal
entraba por la ventana. Las campanadas de las Avemarías llegaban de la iglesia
parroquial. ¿Todo había sido un sueño?
Nunca había
sentido antes en el Ángelus tanto consuelo como después de ese sueño.
Lentamente, fui rezando las oraciones. Entonces comprendí:
"La bendita
Madre del Señor quiere defenderte. Venera a María filialmente, si no quieres
tener el destino que te contó - aunque fuera en sueños - un alma que jamás verá
a Dios."
Temblando todavía
por la visión nocturna, me levanté, me vestí con prisa y huí a la capilla de la
casa. Mi corazón palpitaba con violencia. Los huéspedes que estaban más cerca
me miraban con preocupación. Quizás pensaban que estaba agitada por correr
escaleras abajo.
Una bondadosa
señora de Budapest, un alma sacrificada, pequeña como una niña, miope, aún
fervorosa en el servicio de Dios, de gran penetración espiritual, me dijo por
la tarde en el jardín:
"Señorita,
Nuestro Señor no quiere ser servido con excitación".
Pero ella advertía
que otra cosa me había excitado y aún me preocupaba. Agregó,
bondadosamente:
"Nada te
turbe —conoces el aviso de Santa Teresa — nada te espante. Todo pasa. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios
basta".
Mientras susurraba
esto, sin adoptar un aire magisterial, parecía estar leyendo mi alma.
"Sólo Dios
basta".
Sí, Él ha de
bastarme, en éste o en el otro mundo. Quiero poseerlo allí un día, por más
sacrificios que tenga que hacer aquí para vencer. No quiero caer en el
infierno...»