Es virgen en el cuerpo y virgen en el alma, limpia de afectos desordenados. Humilde de corazón, prudente en el juicio, grave y mesurada en el hablar, recatada en el trato, amiga del trabajo (...) A nadie ofende, a todos sirve. Es respetuosa con los mayores y afable con los iguales. Enemiga de honras mundanas, regula sus acciones con el dictado de la razón, moviéndose sólo por el amor a la virtud. Jamás causó enojos a sus padres ni con el más leve gesto. Jamás agravió a sus parientes. Jamás lastimó al humilde, ni menospreció al débil, ni volvió la espalda al necesitado. No tuvo más trato con hombres, que el que pedía la misericordia y toleraba el pudor. Sus ojos no conocieron el fuego de la lujuria, ni en sus palabras sonaron acentos obscenos, ni en su continente faltó nunca la decencia. Jamás se vio en Ella movimiento indecoroso, andar incorrecto o voz presumida: su compostura reflejaba la pureza interior de su alma.
San Ambrosio, Tratado de las vírgenes, LUMEN, 
2° ed., Buenos Aires 2007, pág. 36-37.


El día primero de año de 1953, el "St. Kerian" volaba desde Dublín a Birmingham con 25 pasajeros a bordo. Poco antes de llegar a Birmingham, uno de los motores del avión dejó de funcionar. Segundos después, ocurrió lo mismo con el segundo motor. Desde la cabina de mando se le ordenó a la azafata que avisase a los pasajeros para que se apretasen los cinturones de seguridad. Ésta cumplió la orden con amable tranquilidad.

Obviamente, los pasajeros se intranquilizaron exigiendo que se les informase de lo que estaba pasando allí. Con un par de palabras, la azafata les puso al corriente de lo serio de la situación. Luego, se arrodilló de repente en el pasillo, diciendo:

"¡Señoras y caballeros: creo que ha llegado la hora de rezar!" 

Y, dicho esto, sacó un rosario, rezando una oración de arrepentimiento con voz fuerte y clara. Después se dirigió con acento tranquilo y confiado a la Madre de Dios, pidiéndole la salvación. Y comenzó a rezar el rosario.

Mientras tanto, el piloto andaba a la búsqueda de un lugar lo menos malo posible para el aterrizaje de la máquina, que iba perdiendo altura a ojos vista. Descubrió un campo roturado que le pareció apropiado para el aterrizaje de emergencia. Al ejecutar la arriesgada operación, desmochó la copa de un árbol y dos cercas de setos. El avión perdió ambos motores y una de sus alas. Al posarse con ímpetu sobre el suelo, se oyó un estruendo horrísono. El avión se había partido en dos. 

Los primeros que llegaron al lugar del accidente no daban crédito a sus ojos al ver surgir de las ruinas del aparato a la totalidad del pasaje sin el más mínimo rasguño. Únicamente el piloto y el oficial de navegación habían sufrido heridas sin importancia. Un experto inglés en asunto de aviones exclamó ante las ruinas del aparato caído:

"¡Un milagro que en este accidente no haya perdido nadie la vida!"

La Iglesia no emplearía tan rápidamente la palabra "milagro". Gentes sin fe hablarían por ventura del azar. Los pasajeros, en cambio, eran conscientes de que la bondadosa madre María había visiblemente retribuido la extraordinaria confianza de la valiente azafata.

Fuente: A. M. Weigl, Confiar en la madre, MISIONEROS DEL VERBO DIVINO, Pamplona, ESTELLA (Navarra) 1978, pág. 15-16.